PropertyValue
opmo:account
opmo:content
  • En la punta de su punta oriental, Asturias se estrecha en una tira de montañas que cae directamente al mar y se pone inevitablemente romántica: en el sentido más alemán del término. Las nubes se enganchan casi crónicas en la sierra del Cuera, y el Cantábrico se da de tortas con la costa rota en acantilados y bajíos y calas secretas que se traga la marea alta. Es como un gran parque temático de la novela gótica: bosques neblinosos, picos escarpados, galernas de impresión y precipicios de vértigo, aldeas escondidas, caserones abandonados (o convertidos ya en hotelitos con encanto). Y monstruos invisibles: entre Puertas y Vidiago, casi en la raya de Santander, bufa desde hace miles de años bajo tierra el bufón de Arenillas, el más famoso y de mayores pulmones de los muchos que hay en la costa de Llanes. Resulta que la caliza de por aquí es blanda y se deja erosionar fácilmente por el Atlántico, que tiene sus días verdaderamente duros. Las olas han ido abriendo túneles en los acantilados por los que saltan a tierra, a muchos metros por encima de la rompiente, cuando hay mareas vivas. Lo hacen en forma de géiseres de agua vaporizada en los días más espectaculares; pero incluso con la mar calma comprimen el aire encerrado en las galerías, que sale de estampida y se convierte en estertores y jadeos rítmicos que impresionan. La cosa, claro, no pasó inadvertida para el rey de los románticos españoles, José Zorrilla. Había tratado a la potente comunidad de asturianos emigrados a México durante su época como director del Teatro Nacional del DF, y llegó a montar su Don Juan Tenorio en función especial para la corte del trágico (e igualmente romántico) emperador Maximiliano. Allí hizo migas con el riquísimo llanisco Manuel Lamadrid y aceptó la invitación para pasar temporadas en su palacio de Vidiago. En 1882 vivió allí el tiempo suficiente para escribir parte de su agotador discurso ?todo en endecasílabos? de ingreso en la Academia. Y su gusto por lo tremendo no pasó por alto unos bufones como hechos de encargo para los versos galopantes que acabó dedicándoles en El bufón de Vidiago: "Bufa el aire furioso: el mar rebrama / y onda tras onda en su auxilio llama; /montañas de agua sobre aire arroja / él reventando de furor se espirita / dobla su empuje el agua; el aire afloja / sintiendo que por fin se debilita, / y ruge con hondísima congoja (...) Llaman a esto el bufón de Vidiago / porque bufa en verdad y estruendo mete / que da pavura y amenaza estrago...". Sigue ahí en Vidiago la casona donde lo escribió, al fondo de un jardín tan desmelenado como sus versos, muy propia para escribir odas y cuentos de miedo. Uno piensa que habría podido ser, salvando las distancias, un sitio apropiado para la velada famosa que reunió una noche de 1816 a orillas del lago Léman a Lord Byron, los Shelley y el doctor Polidori. Compitieron para escribir la mejor historia de miedo y ganó, como es archisabido, el Frankenstein de Mary Shelley. Pero es menos sabido que doscientos años después Gonzalo Suárez se encargó de resucitarlos a todos y hacerlos caminar en Remando al viento por las mismas playas y acantilados que visitó Zorrilla. Por aquí aleteó el tupé de un joven Hugh Grant, perfecto como Byron; enterraron los amigos al hijito de Shelley ante las ruinas románicas de una de las ermitas del monasterio de San Salvador de Celorio, sobre la espectacular playa de San Martín; y en la playa de La Ballota, frente al islote amenazador que centra su horizonte, se bañaba desnudo un Shelley fuera de sí. También correteaba por esas playas Liz Hurley haciendo de Claire Clairmont, hermanastra de Mary, amante de Byron y por entonces pareja de Hugh Grant también en la vida real: por algo hay química tórrida en sus escenas. Rocas cavadas Y desde luego siguen ahí los bufones, que pueden visitarse a pie desde el pueblo y que resultan apabullantes en los días de mar brava. Lo fueron ya en la prehistoria, porque se han encontrado restos que recuerdan que tuvieron usos funerarios. Y no dejaron de impresionar al mismísimo Carlos V a su llegada a España: una galerna había desviado su barco hasta Tazones, cerca de Villaviciosa, y su séquito siguió luego por tierra hacia Llanes antes de bajar a Castilla. El flamenco Laurent Vital lo acompañaba y contó muy bien el viaje por unas Asturias que entonces parecían el fin del mundo. Los bufones asustaron hasta al emperador: "Las grandes ondas que allí se encuentran redoblan contra aquellas rocas cavadas y partidas en grandes hoyos por los que se mete el agua; y cuando estos hoyos están llenos, entonces vuelve a salir fuera, saltando, espumando y mugiendo tan impetuosamente que apenas si se oye uno a otro gritar ni hablar, lo que es cosa horrorosa y espantosa de ver y oír". Sustos aparte, los llaniscos trataron muy bien a Carlos, y es que por esta región hubo siempre gente de mucho abolengo: abundan las casonas del XVIII y las mansiones indianas, con Colombres como capitalita cuajada de palacetes proyectados por los aldeanos enriquecidos. El mejor de todos es la fastuosa Quinta Guadalupe, convertida ahora en Archivo de Indianos y rodeada de un gran parque, al final de una avenida de tilos gigantes. También Llanes, puerto de mar desde la Edad Media, vio cómo en el XIX crecía en sus afueras un miniensanche de mansiones eclécticas. Cuenta José Ignacio Gracia Noriega, cronista oficial de la villa, que el glorioso Mariscal Bazaine (otro amigo de Zorrilla, precisamente el jefe de la tropa francesa que mantuvo mientras pudo en su trono al desafortunado Maximiliano) pasó temporadas en el palacio del pueblecito de Pendueles, con sus grandes miradores de hierro y cristal, después de caer en desgracia y tener que salir de Francia al exilio. El pobre Bazaine echaba de menos la vida parisiense, y en su primer paseo se entusiasmó al ver de lejos Llanes con sus prismáticos de militar viejo: "Ah, la grande ville!", parece que suspiró, feliz. Y claro, se empeñó en visitarla inmediatamente. Sus anfitriones, para ahorrarle otro disgusto, se las vieron y desearon para encontrar excusas y aplazar la excursión indefinidamente. Seguramente acabó aburrido de ver bufones. Javier Montes es autor de Los penúltimos, premio Pereda de novela, publicada por Pre-textos.
sioc:created_at
  • 20080620
is opmo:effect of
sioc:has_creator
opmopviajero:language
  • es
geo:location
opmo:pname
  • http://elviajero.elpais.com/articulo/20080620elpviadst_2/Tes (xsd:anyURI)
opmopviajero:refersTo
opmopviajero:subtitle
  • En Vidiago, Carlos V y José Zorrilla fueron seducidos por un curioso fenómeno
sioc:title
  • El bufón que salta, espuma y muge
rdf:type

Metadata

Anon_0  
expand all