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  • Hablar del sur de Francia es hablar de una de las zonas turísticas privilegiadas de Europa. Exhibe su patrimonio sin alardes, en un envidiable estado de conservación. Le avala un punto de romanticismo y de liturgia pictórica. En torno a su paisaje gravita cierta celebridad campestre, que mezcla bien con su contrario urbano. Se trata de una de esas zonas a las que se regresa encantado. Aquí van cinco enclaves peculiares para que el viajero que este verano se anime a hacer una ruta en coche no pase por alto. 1. FOIX Alejado de los itinerarios turísticos más habituales de Midi Pyrinées, Foix conserva su impronta medieval entre montañas. Lo primero que llama la atención es el silencio. Es una pequeña ciudad con carácter de pueblo discreto. A primera hora se oye el canto de los pájaros y en los cafés del centro, como el Commercial, todos los clientes se conocen. En la Place Mercadal resisten dos típicas construcciones medievales, atravesadas de vigas de madera, con las fachadas dobladas por la osadía del tiempo. Conviene no perderse la iglesia de Saint Volusien, declarada monumento histórico, pegada a una imponente abadía. La plaza que la precede, del mismo nombre, gracias a su vocación de mercado, es el motor de la villa. Las calles más sugerentes son la Rue Labistour y La Faurie. Son vías comerciales en las que la tradición se deja ver en escaparates y fachadas. Cuando estas calles llegan a cruzarse descubrimos la famosa Fontaine de l'Oie, con forma de cisne, insignia de Foix. Lástima que hoy día se halle en la mismísima puerta de una óptica. El plato fuerte de Foix es su castillo. Desde allí queda claro que la belleza del pueblo se halla entre montañas. El Château Comtal (siglos X a XV), a sesenta metros, controla el horizonte sobre su cima de roca calcárea y responde a las expectativas que genera. Se deja ver desde cualquier punto de la ciudad y en sus alturas se obtiene una perfecta panorámica de los Pirineos. 2. MONTAUBAN Apenas a media hora de Toulouse, esta ciudad de provincias comparte con la capital la debilidad por el ladrillo rojo y la fogosidad cultural. Basta pisar la oficina de turismo para comprobar su extensa oferta musical y teatral. Al centro histórico se accede atravesando el río Tarn. Cruzando por el Pont Viex, lo primero que encontramos es el Museo Ingres. Sólo por entrar a este museo merece la pena venir a Montauban. Ubicado en un antiguo palacio episcopal y anteriormente fortaleza militar, es un museo admirable que alberga parte de la obra de su pintor fetiche. Jean-Auguste-Dominique Ingres nació en Montauban en 1780. Distinguimos su pintura por la pureza y el refinamiento de su dibujo. Trascendió las reglas académicas y se convirtió en un clásico de la pintura caligráfica y de la historia del arte. Murió en 1867, a los 87 años. Antes legó a su ciudad natal la mayoría de obras que componen el fondo de este museo. En la gran sala del primer piso se exhiben telas como El sueño de Ossian, que dejan ver la influencia en el artista del Renacimiento, así como bastantes dibujos. También se exponen obras de otro ilustre autóctono: el escultor Émile Antoine Bourdelle (1861-1929). La vitalidad del centro de Montauban gira en torno a la iglesia de Saint Jacques y a la Place National. Animada los días de mercado, por ejemplo los sábados, de ella emergen diversas calles temáticas: la Rue Elio es la de los anticuarios, la Rue Princese es la de los establecimientos más cool, como la galería de arte Le Bonheur du Jour o el restaurante Le Contre Fillet. 3. CORDES SUR CIEL Envuelto por un aura mística y por su extraordinario impacto mediático, Cordes sur Ciel es uno de esos pueblos tan turísticos que cuesta verlos vacíos. Con su entorno mantiene una relación de lo más afectiva. Se halla en lo alto de una loma. Hay que subir a pie. Su nombre lo sitúa sobre el cielo. Evidentemente, es una exageración, pero tiene su punto de verdad, puesto que casi lo toca. Sí, es demasiado único. El casco viejo es víctima de la fiebre consumista, pero se arma de piedra y de arte. Para recorrerlo se precisan buenas piernas. De modo que al visitar Cordes, si hace sol, bien, pero si está nublado, casi mejor. Las nubes tienen por costumbre situarse alrededor del pueblo, a la misma altura o por debajo, lo que añade un punto de épica a la postal más típica del lugar. Los días de sol, la campiña que rodea al pueblo es la mejor alternativa al empacho de oferta gastronómica del centro. La panorámica desde lo alto, en esta época, se llena de gamas de verde. Cordes sur Ciel es famoso por su interés pictórico. Durante la II Guerra Mundial, un grupo de artistas se recluyó en el pueblo alrededor del pintor Ives Brayer. Despertaron del letargo al pueblo y provocaron una renovación artística que todavía perdura. En el centro, de gran riqueza arquitectónica, resisten joyas góticas como la Maison Gorsse (siglo XVI) y edificios imponentes como la Maison du Grand Fauconnier (siglo XIV), que acoge el Musée d'Art Moderne et Contemporain y que constituye un encuentro único entre patrimonio y creación. No sorprende, por tanto, la gran cantidad de artistas que exponen y han expuesto allí, entre los que encontramos a Joan Miró, Fernand Leger, Salvador Dalí... Junto a ellos, variados ateliers se extienden a lo largo y ancho de Cordes, promoviendo la compra directa, entre cámaras de vídeo, sombreros de cow-boy, chalecos de explorador y esa musiquita medieval por megafonía que se mete dentro de uno dispuesta a quedarse todo el día. 4. ALBI También atravesada por el río Tarn, Albi parece proyectada para recorrerla a pie una y otra vez. Callejuelas íntimas, edificios de madera y ladrillo, mercados, museos, rincones perfectos como la Place Saint Salvi... hacen que sea visita inexcusable. En pleno centro, siempre a la vista, como un gigante transatlántico, la catedral de Santa Cecilia es el emblema de una ciudad que ensalza la seducción jugando a buscarse a sí misma por un centro histórico de lo más acogedor. Santa Cecilia se edifica entre los siglos XIII y XVI. Testimonio de la fe cristiana tras la herejía cátara, esta catedral con tintes de fortaleza es una obra maestra del gótico meridional. En su interior destacan las pinturas del Juicio Final, así como el coro y la Salle du Tresor, la sala del tesoro, cuyo acceso tiene precio: tres euros. Acorde con la genética artística de la zona, Albi también tiene su pintor: el gran Toulouse-Lautrec. A dos pasos de la catedral, a mano izquierda, el Musée Toulouse-Lautrec ofrece una colección única en el mundo. Además, está ubicado en el palacio Berbie, ya de por sí un lugar privilegiado. Henri de Toulouse-Lautrec nació en Albi en 1864. Hijo de una pareja de primos aristócratas, desde pequeño sufrió la indiscreción endogámica de sus padres con enfermedades óseas que afectaron a su crecimiento. Pasó por los pelos del metro y medio. Las largas temporadas que se quedó en la cama las dedicó a dibujar. Lo que parecía un pasatiempo se convirtió en el puerto de su vida. Se fue a París para seguir pintando. Se instaló en Montmartre y dio rienda suelta a sus instintos. Frágil, pero muy sensible, halló refugio mirando a los ojos de la naturaleza humana. Se puso en manos de las señoras más golfas, entrañables cabareteras, afinó con el pincel y se convirtió en uno de los grandes retratistas de la historia. A la vez, anunciando noches de fiesta, impulsó la técnica del affiche e hizo del cartelismo un género mayor. En los cabarés de París, Lautrec devino en pintor de la bohemia. Así pintó estas escenas que reivindican la juerga y que hacen de este museo una pieza de orfebrería. De salud frágil y quebradiza, murió muy joven, postrado en su cama, el 9 de septiembre de 1901. Entonces su madre descubrió en su taller lo esencial de su obra y lo donó a su ciudad natal, donde hoy se le rinde homenaje con un museo maravilloso. 5. MONTOLIEU Un poco más al este, entre Toulouse y Carcassone (a sólo 17 kilómetros de ella), este pequeñísimo pueblo se ha convertido en metrópoli del libro. Nuestro referente más cercano sería Urueña, su prima hermana española, la conocida villa de la provincia de Valladolid que también se rinde a la producción librera. Los dos pueblos han llenado sus calles de librerías, creando un estímulo para el viajero y un agradable contrapunto con el paisaje. En el caso de Montolieu, esa pasión se veía venir. En el año 1989, el encuadernador Michel Braibant promovió la implantación de la etiqueta de villa del libro y de las artes gráficas. Este espaldarazo hizo posible que a partir de 1990, de pronto, en Montolieu hubiera escaparates llenos de libros. Tantas páginas reactivaron la economía del pueblo. Aumentó la población y el interés turístico. Lo que permanecía escondido en el mapa se conoce ya hasta en las ferias de París. Sólo en la Rue Saint André contabilizamos tres librerías, dos en la Rue de la Mairie, y así hasta un total de 15 librerías. Libros para todos los gustos, antiguos, de ocasión, rarezas, novedades... Incluso un museo de las artes gráficas, que escarba en los orígenes de ese producto que todavía nos hace compañía. Sin duda, una buena manera de revitalizar un pueblo.
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  • Catedrales, silencio, los museos de Toulouse-Lautrec e Ingres y una atmósfera de cultura y refinamiento
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  • Un paisaje de verde y ladrillo rojo
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