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  • No es preciso haber nacido en riberas mediterráneas para llevar dentro un pequeño Ulises. Cualquiera que haya invernado, de niño, en los pupitres de una escuela, ha dibujado en su fantasía mares de espuma, islas azarosas, ciudades antiguas y pueblos de cal puestos a secar al sol, junto a redes y pulpos tendidos como ropa. Surcar ese mar soñado desde siempre es ahora más fácil que nunca. Para una compañía como Louis Hellenic Cruises, especialista en cruceros por las islas griegas, el español es una de las tres lenguas oficiales de la travesía; son cada año más los pasajeros de habla hispana, aunque sea en ocasiones con acento americano. Por lo demás, todo son facilidades. La mecánica de los cruceros se ha codificado y simplificado tanto como los precios. Uno se olvida del equipaje a pie de muelle, de trámites engorrosos y hasta del enojoso asunto de las propinas, una partida sustanciosa y silenciada que en Europa se resuelve de forma más razonable que en América, tanto en la cuantía como en los modales recaudatorios. A partir de ahí sólo queda asomarse a la borda y disfrutar tranquilamente del periplo. ¿Tranquilamente? Bueno, con todo el sosiego que permite una suerte de gincana naval: que si ensayos de seguridad, avisos por megafonía, turnos de comidas (todo crucero que se precie es un maratón alimenticio) y otras actividades rutinarias, como sauna, piscina, gimnasio, masajes y salón de belleza, tiendas, casino, espectáculos, discoteca, además de cursos apasionantes para aprender a doblar servilletas, a conocer la fauna abisal o a practicar bailes de salón. Pero está, sobre todo, el plato fuerte que origina y da coartada a los cruceros: las visitas y excursiones. Cifrado en términos musicales, un crucero es un tema con variaciones. En nuestro caso, el leitmotiv es el mundo griego, en todo su abstracto magnetismo, y las variaciones son los puertos de atraque, que pueden diferir según cada programa; pero hay metas, por así decir, de obligado cumplimiento en cualquier incursión por el piélago heleno. MIKONOS Una de las más preciadas es la pequeña Mikonos. Más chica que Ibiza, casi la mitad, pero tantas veces comparada con la isla balear por su arquitectura cúbica y radiante, su larga tradición de peregrinos hippies mezclados con santones de la beautiful people disfrazados de náufragos, y sobre todo por ritos paralelos, como ver morir el sol a ritmo de chill out en la pequeña Venecia (una hilera de terrazas y baretos con los talones a remojo, frente a un friso de molinos) o destripar la noche en discotecas al aire libre que no son sino playas cautivas. A esas alturas de la velada, los cruceristas, ay, están de vuelta en sus camarotes, y eso que se ahorran, porque Mikonos es, más que ninguna otra, una isla para ricos. PATMOS Ascética por naturaleza, esto es, no hay a veces más agua de boca que la acarreada por buques cisterna. Sus escasos habitantes se esparcen a orillas del puerto, en una ensenada tan hermosa como canija; los cruceros, apartados, desembuchan su pasaje en lanchas ligeras. Arriba, como una acrópolis sagrada, se enroca el monasterio de San Juan Teólogo (Evangelista, decimos nosotros); un laberinto de angostos pasadizos, legiones de santos bizantinos y algunos monjes de malas pulgas. En torno al monasterio-fortaleza (erigido en el siglo XI por un tal Christodoulos, convencido él de que el apóstol Benjamín había redactado en una cueva cercana su Apocalipsis), se remansa un pueblo vacío, con una catedral y un cafetín, y callejones colgados, desiertos, batidos por un viento áspero. Aire, en griego, se dice pneuma, vocablo que también significa aliento, espíritu; Patmos está dominada por el espíritu, que alcanza en las altas aristas de su acrópolis una densidad casi meteorológica. RODAS Cambio por completo de registro al arribar a Rodas. Allí todo es medieval, caballeresco; una mezcla de parque temático y bazar duty free. Dos cosas llaman poderosamente la atención: el guirigay mercantilista y la afluencia de españoles; quien no hable español en Rodas está perdido. Tan perdido como algunos compatriotas que, a esas alturas del crucero, preguntan a gritos, con toda seriedad: "¿Y cómo dices que se llama este pueblo?". No todos andan despistados, y sacan fuerzas para ascender la célebre calle de los Caballeros, con el albergue de Castilla (mal llamado "de España", en los carteles) destacando entre los otros de las siete naciones de la Orden Hospitalaria (luego llamada Orden de Malta), o para recorrer las sepulcrales estancias del palacio de los Grandes Maestres, con suelos de mosaicos paganos. Una cosa que no se debería omitir: el viejo Hospital, que aloja ahora una buena colección arqueológica. CRETA Ningún barco se resiste a poner su pica en Creta. Pero Creta es mucha isla. Una semana bien aprovechada no bastaría para despachar los principales reclamos de la patria de El Greco y Kazantzákis. Así que la cata se reduce, sin apenas excepción, al palacio del rey Minos, en Knossos, a las afueras de Iraklio. Cualquier viajero de bagaje medio ha escuchado campanas sobre el mítico rey y el laberinto que hizo construir a Dédalo para encerrar al Minotauro, o la hazaña de Teseo al vencer al hombre-toro y su evasión gracias al hilo de Ariadna, a la que después, el muy villano, dejó tirada en una playa. Los relatos parecen empujarse unos a otros, lo mismo que los grupos y sus guías, a la carrera por un magro decorado de hormigón pintado que busca dar idea de cómo sería el fabuloso recinto; mucho se ha criticado a sir Arthur Evans, el arqueólogo que excavó y reconstruyó estas muestras a principios del siglo XX; pero si no hubiera sido por su herejía, el yacimiento de Knossos sería tan invisible como la docena larga de lugares minoicos dispersos por Creta y ayunos de visitas. SANTORINI Queda la traca final. Un epílogo calculado y apenas superable: Santorini. La postal más difundida de las islas griegas. Pero nada, por más que mil veces se hayan visto sus cúpulas azules y sus racimos de terrazas blancas colgando sobre el abismo; nada puede igualar la sensación que se tiene al penetrar en carne y hueso en la boca del cataclismo: un cráter gigante y anegado tras una explosión volcánica acaecida 1.500 años antes de nuestra era. Estallido que acabó con la civilización minoica extendida por todo el archipiélago y dio origen al mito de la Atlántida sumergida. Todos llevamos dentro un pequeño Ulises. Y pegado a ese sueño, tal vez también un paisaje, una geografía primigenia, sombra del trauma original que es nuestra propia consciencia. Ese paisaje interior se parece demasiado a Santorini.
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  • Mikonos, Patmos, Santorini... Islas griegas y mares de espuma, pueblos de cal y pulpos tendidos al sol. Un destino clásico para amantes del Mediterráneo
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  • Cruceristas en la estela de Ulises
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