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  • San Sebastián -o Donostia- es una ciudad relativamente pequeña -unas 180.000 almas, 400.000 el área metropolitana- que no desmiente su fama: hermosa, ordenada, señorial. La playa de La Concha y el río Urumea hacen que resulte fácil orientarse en ella, y el que sea muy llana permite conocerla cómodamente a pie o en bicicleta. La bahía de La Concha, flanqueada por el monte Urgull y el Igueldo y enfrentada a la isla de Santa Clara; sus paseos, sus bares y restaurantes; el Kursaal, el Festival de Jazz, la Semana Grande y la Quincena Musical, en agosto; el Festival de Cine, en septiembre (este año, del 18 al 27), y, en fin, su pasado como destino vacacional de reyes y millonarios, contribuyen a que durante el verano se llene de turistas españoles y extranjeros, de jóvenes, jubilados y familias con niños pequeños. Entre ellos, siendo yo uno más, me moví durante una semana. En una ciudad tan tradicional, decido pasear desde el Kursaal hasta la Construcción vacía, de Oteiza, en el paseo Nuevo, a los pies del Urgull; empezar y acabar en dos de sus iconos más modernos. El famoso cubo de Moneo me resulta atractivo, y las críticas que ha recibido se deben, sobre todo, a que tapa, como un muro ciego, el mar y la playa de la Zurriola. Cruzo el puente modernista sobre el río, con las barandillas metálicas recién pintadas de verde, y paseo por el Boulevard. Me desvío para callejear un poco por la diminuta parte vieja, llena de bares, sidrerías, restaurantes y pequeños comercios, con calles peatonales estrechas y rectas, casas antiguas, balcones con geranios. Desemboco en la plaza de la Constitución, construida tras el devastador incendio de 1813, provocado por las tropas de Wellington, con sus soportales y sus ventanas numeradas; recuerdo que fue coso taurino, y me acerco a la iglesia barroca de Santa María de Eliza, que me gusta mucho. Parece excavada en el monte Urgull, que se eleva a sus espaldas con brutal verticalidad. Vuelvo al Boulevard; veo el quiosco modernista, el Ayuntamiento (antiguo Gran Casino, por donde pasaron, entre otros, Mata-Hari y Trotski) y el Real Club Náutico, de 1896, vanguardista en su momento, anticipo del racionalismo. Salgo al puerto, con unos cuantos barquitos de pescadores y algunos deportivos. Entre los numerosos restaurantes y bares, alguno ofrece -como concesión a los extranjeros, hay que suponer- paella, además de pescados y mariscos. Peces escorpión Entro en el Aquarium, recientemente reformado. En el túnel, pasan por encima de mí tiburones, rayas, tortugas, multitud de peces cuyo nombre desconozco. Por supuesto, hay algún pez payaso, y me pregunto si todos los acuarios del mundo los han tenido siempre, o si su inevitable presencia es un efecto colateral de Buscando a Nemo. Tras un cristal, varios peces escorpión nadan lentamente. Sus aletas recuerdan mangas de trajes chinos, o abanicos, pero abanicos cuyas varillas son púas venenosas. Intento atrapar un pez, en el acuario vivo (está permitido, al menos, tocarlos), y, como era predecible, no lo consigo. ¿Cómo los pescan los osos, que no parecen tan rápidos? Supongo que ésa es la clave: que no lo parecen. Salgo al paseo Nuevo, y un inesperado ventarrón casi me hace retroceder, y se lleva la gorra de una chica. Me encanta: eso es lo que uno espera del Cantábrico. Camino hasta la oxidada escultura de Oteiza, presentada en la Bienal de São Paulo de 1957 y emplazada en este lugar en 2002. Vale la pena llegar hasta ese punto no sólo por la escultura en sí -sencilla y armoniosa, pese a su monumentalidad-, sino por la preciosa vista de San Sebastián y la bahía que se disfruta desde allí. Aunque no lo distingo, sé que enfrente, al pie del Igueldo, está el famoso Peine del viento, de Chillida (en colaboración con Luis Peña Ganchegui), formado por varias terrazas de granito rosa unidas por graderíos y escalones, y tres pequeñas piezas de acero insertadas en la roca. Alcanza su esplendor en los días de mar fuerte, en invierno, cuando el agua y el viento se introducen por un sistema de tubos y orificios que completa el conjunto, produciendo una música salvaje y lanzando agua pulverizada hacia el cielo. Salgo a tomar pinchos. En San Sebastián, lo bueno es que lo difícil no es acertar, sino equivocarse. Empiezo por uno de mis bares favoritos, el Garbola, en Gros. El de trufa de marisco y el de codillo con patatas y salsa son excelentes, y la sangría termina de ponerme de buen humor. A mi optimismo contribuyen también dos ancianas perfectamente arregladas, inmaculado pelo blanco, que piden sendos gin-tonics (cada una de su marca favorita de ginebra): me gustaría llegar así a su edad. El Kursaal, iluminado, blanco en lugar de verde, me recuerda una lámpara japonesa. Camino hacia la parte vieja. Entro en el Astelena, en una esquina de la plaza de la Constitución, y entre los pinchos que tomo me encanta el de solomillo. Paseo por el Boulevard hasta el club náutico. Desde hace poco está permitido el acceso a la pasarela (el club, restaurante incluido, es sólo para socios), y me arrimo al mar. Otra vista maravillosa de San Sebastián. Eso es lo que pasa con las ciudades bonitas: lo son, se las mire desde donde se las mire. Camino por La Concha. La marea está baja. Sin contarme a mí, en la playa sólo hay jóvenes. Algunos están descalzos; así paseaban por este mismo lugar, cuentan, Napoleón III y su esposa, Eugenia de Montijo. Me da pereza quitarme las zapatillas, o vergüenza, y me pregunto a qué edad se pierde el derecho o el valor de hacer lo que nos apetece. Paso ante La Perla (restaurante y balneario, el edificio se inauguró en 1912) y llego al final de la playa, al palacio de Miramar. Al regresar, el magnífico edificio del hotel de Londres y de Inglaterra parece observarme con sus cien ojos. Recuerdo Deseo, una película de Gary Cooper y Marlene Dietrich, en la que los dos protagonistas se hospedan en un lujoso hotel de San Sebastián (el Continental Palace, que era vecino del Londres, y que hace años se reconvirtió en un edificio de pisos), y para rematar la noche, sorteo los tamarindos del paseo de La Concha y me siento, a falta del Continental, en la terraza del Londres. Transportado a las historias de vividores, amor y lujo, me parece que no puedo contentarme con cualquier cosa, y pido un daiquiri. No sé si el daiquiri que me sirven lleva ginebra o ron, ni si me gusta o no: sólo sé que no es un daiquiri. Pero me lo tomo muy a gusto, y bastante divertido por el chasco, viendo el mar. Una reina María Cristina de Habsburgo-Lorena, la reina regente, viuda de Alfonso XII, escogió en 1887 San Sebastián como lugar de veraneo, y entre 1893 y 1928 sólo se saltó, significativamente, el de 1898 (por cierto, también Franco pasó muchos veranos, entre 1940 y 1975, en la ciudad, en el palacio de Ayete). Impulsada en parte por ella, y en el marco del ensanche Cortázar, la ciudad vivió una época de esplendor. De esos años son, por poner algunos ejemplos, el casino, la catedral del Buen Pastor, el teatro Victoria Eugenia, el hotel María Cristina, la estación del Norte o el palacio de Miramar, que ella mismo ordenó construir. Camino por la avenida de la Libertad, llena de buenos edificios y de tiendas, muchas de ellas de ropa; paso ante la catedral y cruzo el Urumea por el puente de María Cristina, muy parisiense. Tuerzo a la izquierda, por el paseo de Francia, y miro las magníficas villas, también de los años de María Cristina, de la particular belle époque que conoció la ciudad vasca. Varias están siendo restauradas y divididas, pues antiguamente eran unifamiliares. San Sebastián está a 822 kilómetros de París, pero en ese momento parece mucho más cerca, y entiendo que en la época de la madre de Alfonso XIII recibiera el sobrenombre de la Pequeña París, o la París del Sur. Si el día es caluroso, las tres playas de San Sebastián (Ondarreta, con sus casetas a rayas blancas y azules, los colores de la ciudad, de la Real Sociedad; La Concha, la más larga y famosa, y la Zurriola, entre el monte Ulía y el río) están repletas de gente, como las de Levante. El calor húmedo, la playa, la estatua del Sagrado Corazón de Jesús en la cumbre del Urgull, dominando la bahía: durante unos segundos, uno puede jugar a imaginar que está en Río de Janeiro. Escojo, tras muchas dudas, un pequeño claro donde plantar toalla y sombrilla. En este entorno no espero ningún desnudo integral, pero lo veo (no, no era una diosa, sino un macho maduro y corpulento, de unos cien kilos de peso). La Zurriola es la menos recogida, la que tiene olas más fuertes y, por ello, la preferida por jóvenes y surfistas. Ellos no fallan en los días nublados, y se dejan mecer por las olas, como cormoranes, esperando el mejor momento para reinar sobre ellas. Visita al Chillida-Leku Por la tarde voy a Chillida-Leku, una visita imprescindible de la que prescinde mucha gente: hay poca. Mejor, siendo egoístas. Los prados ondulados, los árboles, las esculturas de Chillida -algunas, enormes-, el caserío del siglo XVI, forman un conjunto impresionante. Disfruto paseando, respirando, viendo las piezas de granito y bronce. Me detengo ante una escultura llamada Escuchando a la piedra IV, de 1996, y descubro la única pega que se le puede poner a este espacio en el que se mezclan el arte y la naturaleza: no se escucha ninguna piedra, sino el zumbido de la carretera cercana. Es el precio que hay que pagar por la industrialización, por el progreso, que, por otra parte, permitan que exista un lugar tan privilegiado como el propio Chillida-Leku. Continúo paseando, continúo disfrutando. Entre peines del viento y Lo profundo es el aire imagino que a Chillida le hicieron diversos homenajes, pero no tantos como los que él hizo: a Guillén, a Cioran, a Braque, a Balenciaga... Entro en el caserío para ver las obras de menor tamaño y la exposición temporal. Leo un texto del escultor donostiarra: "Yo pienso que lo que ha pasado con el hormigón es que ha sido utilizado y no ha sido amado", y pienso que podría servir como argumento para alguna novela romántica. Al pasar ante Ikaraundi, un bronce retorcido de 1957, mi hijo de cuatro años comenta: "Parece que está gritando". Me detengo, sorprendido. Yo no lo hubiera expresado mejor; de hecho, si me hubiera venido a la cabeza esa idea, seguramente habría dicho: "Está chillando", estropeándola con un mal chiste. Un parque de atracciones San Sebastián tiene, en el monte Igueldo, un parque de atracciones que parece anclado en el tiempo. Para algunos es una especie de atraso; para mí es encantador. Se sube por un funicular, y parece que uno está subiendo a su infancia (o aún más lejos, a las películas en blanco y negro), pues se encuentra con las atracciones de ese lugar perdido: la alfombra mágica, las escopetas, el laberinto, un tiovivo, el martillo para comprobar la propia fuerza, la noria de agua que hace que naveguen unos botes. Lo inauguró en 1912 la reina María Cristina, y se diría que no ha cambiado mucho desde entonces. Subo al torreón, emplazado donde antes hubo un faro, para disfrutar, una vez más, de una vista maravillosa. Y allí, viendo a mis pies la bahía, la ciudad, el mar, recordando mi niñez, los coches de choque, las escopetas, los muñecos de premio, la bruja que te da un escobazo en el túnel del terror, anoto en mi cuaderno, como si escribiera una carta de amor a una mujer, o a una ciudad: "¿Quién eres tú, que me haces preguntarme quién soy yo?". » Martín Casariego (Madrid, 1962) es autor de Por el camino de Ulectra (premio Anaya de Novela Juvenil). Propuestas viajeras para una escapada al País Vasco
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  • La capital guipuzcoana, a punto de entregarse al bullicio de su festival de cine, se deja conquistar a pie y seduce con elegancia, pinchos y espíritu surfero
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  • Guión de un paseo entre el Kursaal y La Concha
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