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  • Al paso por la calle nadie que observe la fachada de este sencillo restaurante, situado en un barrio de Valladolid a pocos kilómetros del centro, es capaz de imaginar el nivel de la cocina que se disfruta dentro. Construcción inaparente, de una sola planta, adosada a otras contiguas, con un rótulo vulgar y una puerta vetusta que no incita a traspasar su entrada. En su interior, dos salas de estilo rústico castellano de ambiente decadente, con capacidad para 22 comensales, barra de bar desatendida y una iluminación desangelada. Nada de lo que concierne a su puesta en escena es precisamente estimulante. Más bien parece una de esas pistas secretas que circulan de boca en boca entre grupos de iniciados en las que todo se perdona a cambio de las virtudes de la comida. Desde su atalaya profesional, Dámaso Vergara, patrón de la casa, hombre de larga trayectoria y pocas palabras, cocinero singular donde los haya, marca a su antojo el ritmo pausado de servicio que le conviene. Sólo le interesan los clientes capaces de apreciar la seriedad de su cocina y su empeño en proveerse de los mejores productos del mercado: grandes merluzas de pincho, meros y lubinas de más de 5 o 7 kilos, foie-gras de calidad y cigalas de las que ya no abundan. Materias primas impropias de tiempos difíciles que le obligan a mantener un nivel de precios acorde con el mercado, a pesar de que sus márgenes comerciales sean bastante moderados. Tomar acomodo en esta casa presupone aceptar las reglas del maestro, que recorre las mesas recitando una carta cantada de temporada que cambia con frecuencia. Es muy fino el tronco de cigala sobre crema de maíz con cuscús al queso ahumado. Lo mismo que la vieira asada con tirabeques, jugo de judías verdes y acelgas, mejor de lo que hace presagiar el enunciado. O sus callos, que dan la talla sin ser relevantes. Plato a plato, Dámaso Vergara encandila con sus armonías y su capacidad para controlar los puntos de cocción de los pescados y las verduras. Resulta muy sugerente la merluza al horno con coliflor y baño de gazpachuelo malagueño; suculentas las albóndigas de manitas de cerdo, que se atreve a rellenar de foie-gras y queso ahumado, y más que sabrosa la presa de cerdo ibérico a la salsa romesco. Tampoco demuestra dificultades para manejar con soltura el concepto mar y montaña (arroz de congrio y morcilla ibérica), ni para mezclar sin tapujos carnes con frutas (foie-gras fresco con salchichas de elaboración propia rellenas de ciruela y cecina), u ofrecer platos de una sencillez pasmosa, como el suculento guiso de rabo deshuesado. Sentido peculiar de los ensamblajes que ratifican sus postres, de corte actual y bien presentados. Es demasiado golosa la pera en almíbar con chocolate a la salsa de azafrán, y refrescante la sopa de cítricos, con granizado de menta y yogur cremoso. En la cara negativa del local figura el servicio, poco profesional e insuficiente. Tampoco convence el pan, de mala calidad; ni el café, imbebible. La bodega, que contiene algunas marcas de relumbre, no merece comentarios porque casi todos sus clientes llegan desde casa con las botellas debajo del brazo: no se cobra nada por el descorche ni el servicio del vino.
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  • DÁMASO, un local donde el patrón canta una carta con materias primas de las que ya no abundan
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  • Una pista secreta en Valladolid
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