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  • Los páramos de la Lora, las tierras altas y peladas donde Burgos se toca con Palencia y Cantabria, tuvieron siempre fama de no dar más que patatas y emigrantes a Vizcaya. La lista de productos típicos aumentó sonoramente el 6 de junio de 1964, cuando el avaro suelo empezó a escupir petróleo en Sargentes de la Lora. Mas enseguida se vio -poco dura la alegría en casa del pobre- que aquel crudo no iba a cambiar el sino de la comarca, pues era difícil de extraer y tan malo que estropeaba los catalizadores de las refinerías. No, el verdadero tesoro de la comarca no es de color negro, sino transparente, y no se halla bajo tierra, sino al aire libre, bien es verdad que encajonado entre paredes calizas de 300 metros de altura. Hablamos del Rudrón, afluente del Ebro que en sus 30 kilómetros (o poco más) de escarpado cauce alberga la mayor población de nutrias de la península Ibérica, multitud de rapaces -buitres leonados, alimoches, águilas reales y perdiceras...- y un bosque tan espeso que casi es menester usar machete para abrirse paso a través de él. Comparado con la austeridad lunar de la paramera circundante, es el paraíso terrenal. Una buena idea, para empezar, es remontar en coche el curso del Rudrón desde su desembocadura en Valdelateja, un pueblecito pulquérrimo con un remozado balneario que data de 1872 y, en lo alto del cerro del Castillo, una ermita tardovisigoda, consagrada a las santas Centola y Elena, desde la que se domina un panorama de acantilados acongojador. Aguas arriba, tras pasar San Felices -buen lugar para pescar truchas en el río y ver buitres en el cielo-, la carretera enhebra Covanera, en cuyas vecindades, dando un garbeíllo de cinco minutos, se descubre el Pozo Azul, una surgencia kárstica de hipnotizadoras linfas color turquesa, que está considerada como el mayor sifón de España y de la que se han explorado hasta la fecha dos kilómetros de revesadas galerías. Nacederos y cascadas El siguiente pueblo de esta ruta a contracorriente, Tubilla del Agua, lleva en el nombre los muchos nacederos, arroyos y cascadas que salpican sus montes y su caserío, el cual, dicho sea de paso, no es nada feo, con sus restos de muralla medieval, su arco de entrada, algún que otro noble escudo y, en las fachadas, para compensar de tanta humedad, las solanas a la manera montañesa. Aquí, para permanecer fieles al río, hay que desviarse de la carretera principal hacia Tablada del Rudrón -localidad que presume de robledal, de arquitectura popular y de ermita románica-, y continuar por Bañuelos y Santa Coloma, también del Rudrón, hasta Moradillo del Castillo, donde se acaba el asfalto y arranca el sendero que conduce a Hoyos del Tozo por el tramo más angosto y selvático del cañón. Moradillo es una aldea que se yergue, bella y sencilla como una flor rupícola, al borde del precipicio, con sus casas de piedra rubia, sus calles de tierra elemental, su artística fuente decimonónica de dos caños y luengo pilón y, junto a la fuente, una buena pista de tierra que baja sin pérdida hacia el río. En diez minutos, avanzando a pie por este camino, rebasaremos las ruinas de un molino, cuya presa se desmelena en una romántica cascada. En otro tanto, nos desviaremos a la izquierda por otra pista en peor estado. Y, al cumplirse media hora, llegaremos al final de la misma, justo allí donde un cartel recuerda que está prohibido trepar a los cortados entre el 1 de enero y el 31 de julio, para no molestar a las rapaces durante el periodo de cría, pues algunas, cual el águila perdicera, son tan sensibles a la presencia humana que abandonan sus nidos. La verdad es que, conociendo al bípedo implume, no se les puede reprochar. A partir de aquí deberemos abrirnos paso a través de una auténtica jungla de quejigos, álamos, alisos, madreselvas, espinos y helechos de un metro y medio de altura, que tiene mucho de bosque prehumano, anterior a la invención del hacha y del fuego. Y lo haremos sin apartarnos del río, siguiendo en todo momento una angosta vereda de pescadores, los cuales, por cierto, lo tienen complicado, pues el agua del Rudrón es tan diáfana que las truchas guipan al señor de la caña. Campana con tres palos Aunque la lógica tentación es ganar altura por la escarpada ladera, para librarse del abrazo constrictor de selva y abarcar un más amplio y aéreo panorama de las hoces, deberemos tener en cuenta que la mayoría de las trochas ascendentes terminan en una peliaguda cornisa sin salida, además de lo ya dicho sobre las rapaces durante el primer semestre del año. Después de superar una apretura donde las paredes forradas de hiedra casi se tocan, alcanzaremos, como a dos horas del inicio, las ruinas de una central hidroeléctrica y de un molino; y acto seguido, una pista que lleva por terreno más suave, despejado y andadero, a Hoyos del Tozo, en otros 20 minutos. Encajonado entre el río y los cortados, este pueblo, pequeño pero asaz alargado, tiene hacia la mitad de su estirado casco una rústica campana, sostenida por tres palos, para avisar a los del extremo del inicio de la misa o de las reuniones del concejo. Otra curiosidad, derivada de la particular topografía de estos parajes, es que si quisiéramos volver por carretera a Moradillo del Castillo tendríamos que dar un rodeo de 45 kilómetros, mientras que por el camino ya conocido del cañón no llegan a ocho.
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  • Ruta por las altas tierras de Burgos, pasando por las ruinas de los pozos de petróleo de la Lora y siguiendo por el paraíso verde y escarpado del río Rudrón
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  • Acantilados en el páramo
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