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  • Es como estar y no estar. Saborear, por un lado, la douceur de vivre de la dulce Francia, y por otro, estar ya en una geografía distinta. Las islas de Oléron, Aix y Ré son otro mundo, o por lo menos otra Francia. El pretil desde el cual Francia estiraba la pierna hacia su orilla ultramarina. Si habla uno con los isleños, le elogiarán, sobre todo, la luz opalina, el sol copioso, el ambiente bonancible (por la corriente cálida del Golfo); lo que no te explican es que si los cielos están limpios es porque el viento se encarga de barrerlos. El viento pone un punto de rigor en estas islas, que no son lo que parecen. No te dicen, por ejemplo, que además de un limbo paradisiaco, esta coraza marina ha sido una trinchera; entre ingleses y franceses, por supuesto, pero también entre católicos y protestantes del propio terruño. En fin, islas muy especiales para gente muy especial. Se nota enseguida cuando uno se dispone a entrar en Ré. Hay que pagar. Después de mucho tira y afloja entre los paisanos (que no querían invasores) y los de fuera (que querían un puente entre la isla y La Rochelle), al final se tendió el puente, pero de peaje. Un cierto filtro, ya que si Ré se distingue en algo de sus vecinas es por ser un nido de famosos (para alguien ajeno al patio galo, sólo resultan reconocibles algún político segundón o Charles Aznavour, que veraneaba en Ré y le dedicó una canción). Gracias a estas celebridades, la isla ha sido diana de epítetos efusivos y eslóganes publicitarios. "La isla blanca" es el más arraigado. Y un poco obvio. Desde que uno penetra en Ré sólo ve casas encaladas, austeras, ribeteadas, eso sí, con el verde de los postigos o el carmín de las malvas reales que crecen furiosamente en las aceras y son como una imagen de marca. Colores pastel para un paisaje donde reinan la serenidad y la calma. A la bicicleta la llaman la petite reine, y se ve una aparcada en cada puerta. Es la manera más sabia de habérselas con una isla plana, desahogada, de apenas una treintena de kilómetros de punta a punta. Lo que uno divisa al adentrarse en Ré son arenales inmensos, dunas frenadas por aliagas y tarays, y playas de granos como talco, pero no calas o pueblos de pescadores. La gente de Ré es de secano. Miran al interior, miman sus campos, sus viñedos, sus granjas, y hasta el contacto con el mar tiene más de cultivo que otra cosa, ya se trate de ostras, salinas o almadrabas. Todo esto aparece resumido en Saint Martin de Ré, una capital con alma de ciudad encerrada en un cuerpo de aldea. Te sientas en una terraza del puerto y aquello es un mareo. De bicis y gente sin prisas, eso sí. Hay que tener en cuenta que en toda la isla no pasan de 15.000 vecinos en invierno, pero en temporada alta pueden rozar los 200.000. Para que ese hormiguero permita ver el esqueleto del pueblo, lo mejor es subirse al campanario: desde allá arriba se abarca todo, el cinturón de defensas que ciñe a la colina, con callejas escurridizas que convergen siempre en la dársena. Y una ciudadela en un extremo, como algo aparte. Tanto el cordón defensivo como la ciudadela fueron creados por Vauban, el ingeniero militar de Luis XIV, por si los ingleses. Cuando perdió relevancia castrense, la ciudadela fue presidio, unas veces provisional, de penados que iban a ser deportados a Guayana, otras veces auténtico campo de exterminio, como ocurrió con aquel montón de abates y frailes que encerraron entre 1798 y 1801; murieron más de sesenta. Se recuerda eso en la iglesia, que tiene trazas de gótico y es bonita por fuera. Lastre de guijarros Desde la iglesia bajan hacia el puerto calles desiertas, enjutas, sembradas de malvas reales y empedradas con galets du Canada, guijarros relucientes que traían de lastre, a la vuelta, los navíos que antes habían llevado sal y vino a las colonias. El puerto es el ombligo, lugar obligado donde saborear una blanche de Ré, cerveza artesanal que sólo se encuentra aquí, hecha con agua de mar. Ré tiene en total diez poblaciones. De La Flotte uno conserva, sobre todo, la imagen rota de una abadía cisterciense, a las afueras. De Ars-en-Ré, baste decir que figura en la nómina oficial de "pueblos más bonitos de Francia". Cerca de allí están las salinas, con un pequeño ecomuseo. También está por allí cerca el pinar o Bois de Trousse-Chemisse que cantó Aznavour. Y más arriba (lo más alto de la isla: ¡cincuenta metros!), el Phare des Baleines (en realidad son dos, el faro de 1850 y otra torre del XVII), a cuyos pies se despliega la playa de la Conche, la más bonita de todas. Las playas de poniente parecen infinitas y son ideales para surfear o pasear a la caída del sol, cuando la luz parece de nácar y criaturas felices, con sus perros obedientes, buscan entre los rizos de roca que emergen de la arena palourdes y otras conchas y moluscos para un festín vespertino. En la minúscula isla de Aix, entre Ré y Oléron, los coches se cuentan con los dedos. Sobran hasta las bicis, con buenos meniscos se puede recorrer a pie en cosa de tres horas. Sólo hay un pueblo, Le Bourg, un auténtico burgo o reducto forrado de murallas y bastiones diseñados, cómo no, por el inevitable Vauban. La isla es una delicia, lo único que llega a atosigar un poco es la matraca que te dan con Napoleón. El emperador, ya derrotado, estuvo allí apenas una semana, en julio de 1815; justo el tiempo de pensárselo y al final entregarse a los ingleses. Éstos lo enviaron a Santa Elena, donde murió seis años después. Hay un museo en la casa que habitó, llena de esos chismes que los ingleses llaman memorabilia. A Oléron también se puede entrar mediante un puente, y aquí no hubo peleas, tal vez porque se hizo en fecha temprana (1966). Airean dos récords: es el puente más largo de Francia para la isla no ultramarina más grande de Francia, después de Córcega. Aunque, la verdad, no se tiene una impresión muy distinta a la que puedan suscitar las distancias en Ré. El paisaje es similar, aunque uno se topa enseguida con algo exclusivo: las ostras. Son casi parte del paisaje. Hay parques de ostras por todas partes, incluso tierra adentro (en los marais salants), hay museos y centros de interpretación, están en las tiendas, en los menús de todos los restaurantes... El 60% de las ostras que produce Francia se crían aquí. Son baratas, uno puede zamparse media docena como quien come una ración de patatas fritas. De Oléron habría que recordar la ciudadela de Le Château d'Oléron, algunas iglesias románicas y en Saint Pierre d'Oléron, la capital, un curioso faro o Lanterne des Morts, pináculo gótico que parece un alminar otomano, cuyo fin era alumbrar el camino a las ánimas errantes de los difuntos... También tiene, entre otros monumentos, la Casa de los Abuelos (Maison des Aïeules), llamada así por Pierre Loti, que está enterrado en el patio, con el cubo y la pala con que jugaba de niño. Pierre Loti fue un aventurero y escritor muy querido en Francia, a medio camino entre Salgari y Blasco Ibáñez. Para conocer su mundo extravagante hay que acudir al museo a él dedicado en Rochefort, frente a la isla. Con tal propaganda, no es de extrañar que Oléron sea un destino muy vendido, y algo agitado, mucho veraneante, mucho deportista, mucho negocio. Pero no faltan rincones donde escapar y abismarse, playas incansables, como esas que componen La Grande Plage y ocupan todo el litoral de poniente. Lugares, en fin, donde las cosas, aun siendo las mismas, parecen sumidas en otra dimensión.
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  • Sosiego atlántico y atracones de ostras en las islas francesas de Ré, Aix y Oléron
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  • Donde la bici es 'la petite reine'
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