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  • Crash, crash, crash. No se asusten, no se hunde la Bolsa, es sólo el sonido de las pisadas en la hojarasca. La tierra húmeda desprende vahos de setas y castañas. No hay más ruido en el campo que el propio caminar del viajero, que se detiene a descansar sobre una pared de piedras. Levanta la vista y la deja libre sierra abajo, por la misma ladera por donde el sol tibio de la tarde va dando tumbos entre cerezos, olivos, castaños y robles. El otoño ha levantado su cola de zorro en el valle del Jerte. Los niños pintan en la escuela un disco de colores y lo hacen girar a toda prisa; para su sorpresa, el disco se vuelve blanco. Así era el valle en la primavera, cuando los cerezos estaban en flor, pero el disco se va parando despacio y, llegado noviembre, se detiene por completo: ahí están de nuevo todos los colores. Los cerezos son ahora amarillos, rojos, granates, cobrizos, naranjas, como llamas de fuego en los bancales; los castaños abren sus erizos preñados y los olivos siguen grises sobre la hierba temprana que saluda a las primeras lluvias. Es el valle más desconocido, que se ha tomado un descanso de turistas y veraneantes hasta que llegue la Navidad. La intensa actividad agrícola de los meses de calor guarda ahora su recompensa en las bodegas, entre conservas de tomate, mermeladas de todos los sabores, tomillo para aliñar aceitunas, las tinajas cociendo uvas... Y las escoberas y helechos secos se guardan de la lluvia en haces dispuestos para la lumbre. Los balcones lucirán guirnaldas de pimientos. En la escuela, los niños aprenden que la energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma. Ellos lo saben bien, porque estos pueblos del norte cacereño podrían ser un buen ejemplo del reciclado permanente: lo que no se aprovechó en fresco prestará su servicio ahora convertido en otra cosa: la uva será vino, los matorrales ardiendo chamuscarán los cerdos en la matanza y hasta la última zarzamora de las cunetas cobrará vida en los licores caseros. A eso huelen los pueblos, a humo, a castañas asadas, a vino peleón, a hojas mojadas. Tapeo en Plasencia En una tierra poco acostumbrada al turismo, la riqueza de estos valles se empeña en huir de las miradas ajenas, pero el viajero hallará la calma precisa para detenerse en los olores y disfrutar de un paisaje que se resiste, tozudo, a salir en las guías turísticas. Parece que los paisanos, cansados de la fiesta del cerezo en flor, quisieran conservar intacto el otoño para ellos. Es el momento íntimo del viajero. Plasencia les abrirá las puertas del valle con un buen bocado para pasar la cerveza. Hay que almacenar energías para intensas rutas campestres y el tapeo placentino no es mal comienzo. En la plaza mayor, porticada, cualquier bar será una buena elección. Desde el campanario del ayuntamiento, el Mayorga vigila las terrazas mientras marca las horas con su martillo. Si es martes, la visita a Plasencia será obligada, porque agricultores, comerciantes y artesanos despliegan sus mercancías en la plaza: frutas, calderos, tasajos, embudos de latón para llenar chorizos, navajas, dulces caseros, hierbas aromáticas, cucuruchos de altramuces, miel de Las Hurdes, quesos. Como el tapeo es gratis y goloso, si la cosa se complica, siempre se puede hacer noche en el parador, al lado de la catedral, en uno de los rincones más pintorescos de la ciudad. O seguir la ruta por los pueblos en busca de un alojamiento rural, los hay por todos lados. Dice el director de cine Pedro Almodóvar que entre sus recuerdos juveniles de Cáceres perduran las gargantas y la morcilla patatera. Son muchas las caídas de agua barranco abajo cuando le da por llover con ganas, un espectáculo atronador que a veces sorprende a pie de carretera. Pregunte por allí, cualquiera le da detalle. La garganta de los Infiernos (reserva natural), en Jerte; la Puria, en El Torno; o la Bonal, en Piornal, son tres buenos ejemplos de la generosidad del agua en este valle que lleva el nombre de su río tal como lo bautizaron los árabes: Xerte, río de gozo. Lejos de las aguas despeñadas es grande el silencio. Denso, si cae la noche, aunque ya ensayan las rapaces su fantasmal susurro y una bola de gatos en celo rodando por los tejados despierta sobresaltado al visitante. Con el ruido de fondo de los villancicos, las varas de los olivareros devuelven la vida a las fincas y otra vez los tractores (ojo en las carreteras) hacen caravana en las cooperativas para dejar la cosecha. Por esas fechas las piedras se vestirán de musgo y los robles estarán pelados. Los más viejos buscarán el sol escaso y, a la caída de la tarde, un vino en el bar. Una charla con esos ancianos curtidos (algunos lucen sombrero de fieltro negro) revela un castellano antiguo, conservado entre montañas: es el castúo, el dialecto al que dio fama el poeta Gabriel y Galán. Por la ruta que hizo Carlos V en parihuela camino de su retiro en Yuste vuelan ahora los aficionados al parapente, hay paseos a caballo y un flamante balneario para cuerpos molidos o placeres exquisitos. En la oficina de turismo de la mancomunidad, en Cabezuela del Valle, se pueden consultar rutas y actividades, como una visita a árboles por varias veces centenarios. La Solana, en Barrado, es el robledal más grande de España. Tiene, como tantos bosques, su historia de maquis, y al otro lado del río, en El Torno, le hablarán al visitante de héroes rurales que dieron batalla a los franceses en la guerra de la Independencia. Es tiempo de lecturas y descanso. Luego, llegará otra vez la fiesta.
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  • El valle cacereño del Jerte vive en otoño su momento más íntimo y hospitalario
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  • Guirnaldas de pimientos
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