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  • Hay ciertos nombres muy evocadores que, sólo con pronunciarlos, suenan a aventura, a literatura y a historia. ¡El alfoz de Lara! Uno dice estas palabras y ya siente que está galopando: dan ganas de coger una cota de malla, la espada y lanzarse a guerrear. Esta tierra de romances, de cantares de gesta, de versos lopescos y de novelas barojianas tiene un paisaje a la altura de su leyenda; mil caminos que se adentran en bosques de hayas, robles, quejigos o sabinas, y un perfil épico dominado por peñas y montañas. Cualquier persona que ame la naturaleza, la literatura, el arte ola historia debería cerrar inmediatamente el periódico y venir hacia el alfoz. No se arrepentirá. ¿Por dónde empezar? Pues quizá por Salas de los Infantes, cabeza administrativa de la mancomunidad que lleva el nombre de Alfoz de Lara. Aquí ya podemos comenzar a hablar con octosílabos, porque estamos en uno de los escenarios más famosos de nuestra épica: el de la leyenda de los siete infantes, que se ganaron el odio de su furibunda tía doña Lambra, murieron en una emboscada decapitados por los alfanjes musulmanes y luego, tras unas peripecias muy novelescas, fueron vengados por su hermanastro Mudarra. En Salas, doña Lambra soltó versos inflamados, como cuando requebró a un caballero ("¡Maldita sea la dama / que su cuerpo te negara; / si yo casada no fuera, / el mío te lo entregaba!") o despreció a la madre de los infantes ("paristeis siete hijos / como puerca en cenagal"). ¡Ah, lo que Hollywood podría haber hecho con una malvada así! En la iglesia de Santa María de Salas (gótica, con un bonito retablo mayor renacentista) se conserva el arca con las cabezas de los infantes: conviene haber leído el romance para apreciar la reliquia. En el Museo de Salas se conserva una importante colección arqueológica y paleontológica del Colectivo Arqueológico de Salas, que ha hecho una gran labor de divulgación y estudio de los abundantísimos restos prehistóricos de la zona. Uno de los yacimientos está muy próximo, a unos seis kilómetros, en las tenadas de Castrolomo. Allí, en un entorno plenamente rural y ganadero, se observan grandes icnitas, huellas fosilizadas de dinosaurio. Son realmente espectaculares y uno (sobre todo si es niño) puede sentir allí mismo la vocación irrenunciable de dedicarse a la paleontología. Los amantes de los castillos pueden hacer desde Salas una excursión a pie hasta Castrovido, cuya torre, agrietada pero imponente, domina un robledal. Un poco más al norte, en un paisaje serrano lleno de cañones y vegetación, se encuentran algunas edificaciones románicas: Vizcaínos, Riocabado de la Sierra, Jaramillo de la Fuente y San Millán de Lara tienen unas iglesias de dimensiones modestas, pero de una arquitectura conmovedora por su sencillez y belleza de líneas; aunque no debemos engañarnos: son obras artísticas maravillosas. Pero el gran protagonista de la zona es el paisaje, abrupto, boscoso, atravesado por ríos que, como el Pedroso, se abren paso entre los roquedales por tajos como el cañón que va entre Barbadillo de Herreros y Barbadillo del Pez (aguas abajo, cerca de la desembocadura del Pedroso con el Arlanza, hay un tercer Barbadillo, apellidado esta vez del Mercado, que pertenecía al señorío de la rencorosa doña Lambra). El valle de Valdelaguna o el bosque que se extiende entre Huerta de Arriba y Huerta de Abajo (aquí, los topónimos van a pares) son otros lugares que los que aman caminar por el monte no deben perderse. La campa del mercado Más al este se extiende el resto del alfoz: de nuevo, una impresionante escenografía. Debemos ir a Lara de los Infantes y colocarnos en la campa del mercado, junto a su iglesia, para contemplar la grandeza del paisaje que nos rodea: las sierras del Mencilla, de Peñalara, de las Mamblas, del Gayubar y las peñas de Carazo. A nuestros pies, un enorme campo donde, de nuevo, resuenan los versos épicos. Estamos a tiro de ballesta de la cuna del padre de Castilla, el héroe Fernán González, que nació en un castillo hoy arruinado, reducido a un simple esquinazo, que parece sacado de un cuadro de Friedrich. Éstos son los escenarios del Cantar de Fernán González, de sus batallas crudelísimas (los cadáveres quedaron tan destrozados que no era posible reconocer su identidad), en el que se narran apariciones de santos y mil prodigios (como esa gran serpiente rabiosa que vuela por la noche sobre el real de los moros en Hacinas). En un lugar así, uno puede creerse cualquier leyenda, cualquier maravilla: las huellas de los dinosaurios nos demuestran que los monstruos existen, el pico Mencilla tiene un perfil totémico, las Mamblas (nombre que procede de "mamas", pechos) nos sugieren ritos paganos de fertilidad. Entre los pueblos de Cubillejo del César y Cubillejo de Lara sale un camino de tierra que nos lleva a un sepulcro megalítico: se trata de un dolmen, con su largo pasillo y su cámara sepulcral, rodeado de lirios que ha plantado alguna vecina para embellecer un rincón donde el tiempo parecería detenido si no fuera por ciertas torretas eléctricas colocadas donde más afean. Algunos de los pueblos de esta zona están al borde de la despoblación y sus iglesias se conservan precariamente. Abundan las chimeneas cónicas, las casas construidas con sillares reaprovechados de viejos monumentos romanos, mampuestos con el color encendido de la arenisca típica de la zona, carboneras en las que se sigue fabricando carbón vegetal. Por uno de estos caminos solitarios llegaremos a la ermita de Quintanilla de las Viñas. Se trata de una basílica visigoda del siglo VII que sólo quedan originales los muros de la cabecera y del transepto. Su decoración es primorosa: los relieves del exterior muestran motivos animales y vegetales elegantemente entrelazados por pámpanos; en el interior, el imponente arco triunfal del presbiterio se levanta sobre dos capiteles en los que se ve al Sol (representado como un Apolo a la visigoda; esto es, un Apolo tosco y barbarizado) y a la Luna. El recorrido por el alfoz no estará completo si no caminamos por alguno de los senderos de Mambrillas de Lara (se puede ir a pie hasta Covarrubias atravesando la sierra de las Mamblas) o por los del hayedo de Hortigüela. Quien se asome al otro lado de las Mamblas, ya fuera del alfoz, descubrirá los parajes del valle del Arlanza, las ruinas del monasterio de San Pedro... El viajero puede tomar con tranquilidad cualquier camino: siempre llegará a un lugar hermoso. » Óscar Esquivias es autor de La marca de Creta (Ediciones del Viento), último premio Setenil
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  • El alfoz de Lara, una mancomunidad burgalesa que resuena a pura Castilla
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  • La furibunda doña Lambra
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