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  • En Perú, del Andes profundo a la selva amazónica no hay más que un paso para el viajero (seis horas por tierra), pero un enorme salto cultural para la humanidad. Por eso decidí visitar la Amazonía peruana, donde puede abarcarse en un sólo viaje las caras contrarias de una misma moneda: el frío recio de la sierra y el calor tropical de la selva. Tomando un vuelo desde Lima, nuestra primera escala técnica es en la ciudad costeña de Chiclayo, en el norte. Por sus callejas de polvo y piedras hay mucho ruido de vehículos, pero pocas nueces de interés. No obstante, cuando pisé Chiclayo hace unos meses, la ciudad se estaba engalanando para la inminente visita de Bill Gates, que había hecho una millonaria donación a través de una ONG. ¿Qué se hace en Chiclayo, sobre todo si uno no es Bill Gates? Simplemente, hospedarse en el hotel Gran Sipán, y -esto es un secreto- visitar cuanto antes el humilde restaurante Cebichería Don Beto, único del mundo donde se sirve el alucinante sudado de conchas negras, una especie de guiso inolvidable con el molusco típico de la zona. Luego hay que tomar un autobús hasta la ciudad de Chachapoyas. Un hostal, un oasis Sí, Chachapoyas, la capital del departamento de la Amazonía peruana. Entre el tráfico, los soportales con tiendas de artesanía, y el peculiar acento de sus habitantes, hay un oasis. Se llama hostal Casa Vieja, un pequeño hospedaje colonial en toda regla, con ambientes frescos y un hall de amplios sofás donde pueden escucharse melodías raras en radios muy antiguas, y un restaurante rompedietas de toda la vida. Pero mi consejo es seguir viaje hasta el próximo pueblito, Lamud, serpenteando por una estrecha carretera entre los imponentes cerros de la cordillera andina, hasta que alcanzamos los 2.000 metros sobre el nivel del mar. Lamud es otro mundo: el mercadito tiene frutas que los lugareños siembran en sus patios para autoconsumo, y luego venden el excedente; hay ancianas de rostros antiquísimos como guijarros pulidos por las aguas de un río; las piedras de los Andes que rodean el pueblito parece que van a decir algo; y a las ocho de la noche no queda casi nadie en las calles y pesa el silencio. Se llama José y no hace falta más. Se le encuentra en la única oficina turística de Lamud, en la plaza, y es el Virgilio que nos guía hasta los paraísos más insospechados. Todo el mundo conoce Machu Picchu, pero a tres horas serpenteando en coche por las cordilleras, no sólo se asciende a 3.000 metros, sino que José nos lleva a la ciudad-fortaleza de Kuélap: piedra sobre piedra en ruinas circulares preincaicas. Enclavada en la severa cuesta de una montaña, por el frente se domina el valle, y a sus espaldas queda un abismo de cerca de mil metros. Sobre sus ruinas uno cree ver la curvatura del planeta. En un sólo día se pueden visitar las cataratas de Gocta, entre las más altas del mundo, y la laguna de Pomacochas. Para llegar a las cataratas hay que salir de madrugada y caminar durante kilómetros entre lianas, sobre el barro, descubriendo fósiles en algún recodo. Es un trayecto profundo y agotador, sus siete kilómetros de regreso son la cereza de un pastel que nos revienta en el rostro acalorado, pero el espectáculo de 700 metros de agua cayendo en medio de una selva inhóspita es una de esas experiencias con las que luego se sueña. La laguna de Pomacochas parece que tiene un centro que está en todas partes, y un perímetro que se traslada al infinito. Y en el centro de la laguna hay una pequeña cabaña flotante que recuerda a la película de Kim Ki-duk La isla. Para muestra, estos tres botones, pero quedan por visitar las cavernas de Quiocta, con miles de estalactitas como ciudades colgantes; y los sarcófagos de Karajía, incrustados con sus tótems guardianes en el flanco violento de una montaña. Alejándonos de Lamud, las casas de macizo adobe van cediendo espacio a ligerísimas viviendas de madera sobre altos pilares, como mujeres que desfilan por la pasarela del paisaje: es el primer síntoma de que la selva amazónica se nos viene encima. Vendedores de cocos Seis horas después pisamos la ciudad de Tarapoto. Todos la quieren verde. Algarabía, mototaxis, vendedores de cocos en las esquinas. El hotel Río Shilcayo es un discreto paraíso con sus aves de leyenda: entre los bungalós se reparten gansos y otras aves, y la enorme piscina es redonda. Si en la sierra el silencio era tectónico, aquí el bullicio es acuoso y sensual. Da la impresión de que los pobladores viven en una permanente fiesta porque Bill Gates nunca los visita. En el hostal restaurante Patarashca se le puede ir tomando el pulso a las exóticas comidas de la zona. Pero el delirio gastronómico se llama La Collpa, un restaurante que se ubica sobre paisajes que quitan el aliento. Es la tierra de los zumos naturales, las ensaladas multicolores y las carnes cazadas con perdigones. Para la visita no alcanzan los trabajos y los días: las estruendosas cataratas de Ahuashiyaku, la callada laguna de Sauce donde se comen las mejores tilapias (un pez de la zona) y uno puede bañarse a la orilla de la selva, y el parque nacional de la Cordillera Azul, ecosistema abierto con una orgía de flora y fauna. Al final del viaje uno vuelve a pensar que Madrid existe, pero hay que entrarle poco a poco, tomándole el pulso a la ciudad que tarda un tiempo en ser la de antes. Porque el viajero lleva las piedras de los Andes muy adentro, y el verde de la selva como una segunda piel. » Ronaldo Menéndez (La Habana, 1970) es autor de Río Quibú (Lengua de Trapo, 2008). Más propuestas en la Guía de Perú de EL VIAJERO
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  • Desde una ciudad fortaleza preinca a 3.000 metros de altura hasta las cataratas Ahuashiyaku, en el corazón de la jungla. Una travesía de extremos por la Amazonía peruana
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  • Subida a Kuélap con el guía José
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