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  • Los griegos habían ganado la guerra de Troya y volvían a su tierra natal con ganas y sin prisas, dando rodeos. Tras las penalidades del sitio de la célebre ciudad de Helena, algunos guerreros y altos dignatarios se fijaron, yo diría que preturísticamente, en la baja costa mediterránea, la llamada Pamphylia, y allí fundaron ciudades a imagen y semejanza de las de Grecia. Lo (mucho) que queda de aquellas fundaciones jalona la bellísima línea costera del sur de Turquía, lugares con menos épica que el de Troya (hoy también turca, al noroeste del país), pero cuajados de historia. El viaje empieza en Antalya, y lo más probable es que uno llegue a su vistoso aeropuerto rodeado de hijos de la madre Rusia. La ciudad, que tuvo que ser más bonita, es ahora un emporio algo benidormí, en el que el papel desempeñado por los británicos ebrios en la población alicantina aquí se lo han apropiado los rusos, más sobrios pero más ostentosos: cochazos, discotecas a todo trapo, casinos, mansiones donde gastar el dinero extraído de los Urales. Hay hasta un gran hotel modelado en el Kremlin, aunque yo no me alojé en él, sino en uno de los palacetes de madera reconvertidos (con mucho gusto) en la parte vieja. Antalya, a no ser que uno quiera demorarse en la ruleta, se visita en un día, pues ni siquiera sus playas son cómodas. Hay comercio en sus encantadoras callecitas, hay puerto pesquero, horarios muy flexibles y dos monumentos notorios: el minarete acanalado de Yivli, visible desde cualquier parte de la ciudad, y la Puerta de Adriano, de noble belleza, aunque encajada en una avenida moderna agobiada de bisuterías y tráfico rodado (el emperador que tanto amamos en las páginas de la novela de Yourcenar fue uno de los ilustres residentes de la ciudad, que fortaleció y expandió considerablemente, haciéndola después provincia independiente de Roma). Esos hitos representan las dos almas de la ciudad, y casi del país entero, la herencia grecorromana y la cultura otomana, ahora absolutamente predominante; fuera de Estambul, Turquía se parece cada vez menos al Estado laico de Ataturk, y el islamismo prolifera, a juzgar por la cantidad de mezquitas de nueva planta que se ven por doquier. Hasta en una gasolinera de la autovía había una, con cúpula de aluminio. Mopsos y Calcas Antalya es el punto de partida idóneo para recorrer las ciudades de su entorno. Aquí reflejo mi excursión al este, aunque, yendo en dirección contraria y hacia el interior, los sitios de Termessos y Myra (ésta con su impresionante ciudad rupestre encima del gran teatro) son igualmente hermosos y cercanos. A 45 kilómetros de Antalya está Aspendos, fundada, según la leyenda, por dos figuras enormemente sugestivas de la expedición griega a Troya, los sacerdotes Mopsos y Calcas, el último, personaje central de la fascinante obra de Shakespeare Troilo y Crésida. Estos dos adivinos mostraron, la verdad, muy buen ojo al elegir este lugar (y la vecina Perge), aunque sus vaticinios no alcanzaron tan lejos como para prever que un día del siglo XXI se alzaría al lado del antiguo teatro un auditorio donde en verano se hacen de noche espectáculos de luz y sonido con falso caballo de Troya incluido. Mopsos y Calcas tampoco llegaron a ver el magnífico teatro romano de Aspendos, que data del siglo II antes de Cristo, bajo el reinado de Marco Aurelio, y es obra de un joven arquitecto local, Xenon: se trata sin duda del más airoso y del mejor preservado y extenso de toda el Asia Menor. Piedras reservadas El teatro de Aspendos conserva una estupenda acústica, de vez en cuando puesta a prueba en conciertos y festivales, y vale la pena subir a lo alto de su graderío (con cabida para unas 12.000 personas sentadas) para ver el impresionante frontal del escenario y, en las últimas filas de arriba, las inscripciones grabadas en ciertas piedras con los nombres de los que las tenían reservadas. Ahora bien, el teatro no es lo único digno de visitarse en Aspendos, por mucho que los autobuses de turistas se detengan en él. Es muy recomendable seguir, mejor en coche que andando, la ruta de las ruinas romanas que bordean la parte alta de la antigua población, y sobre todo llegar a los restos del acueducto, una silueta elegante y melancólica en la llanura cruzada por un pequeño río (el puente romano, sin embargo, ha sido malamente restaurado). En el viaje de regreso a Antalya, o a la ida a Aspendos si se prefiere, la otra parada obligatoria es Perge, ciudad absolutamente grandiosa aun en su condición arruinada. Como todas las poblaciones de la zona, Perge pasó de mano en mano durante siglos, siendo sus poseedores muy generosos con ella. Dice la historia que a Alejandro Magno se le rindió sin más en el 333 antes de Cristo, correspondiendo él muy amorosamente (en términos de obras públicas, no piensen mal) a estos favores. En Perge destacan, en un recorrido para el que al menos se deben reservar tres horas, el teatro, el estadio, del que se pueden ver sus túneles de acceso y algunas filas de asientos originales, y el ágora o plaza mayor, de la que parten las calles salpicadas de columnas, capiteles esculpidos y fuentes. Después de la visita (y no antes, como alguna guía sugiere) hay que ir al museo de Antalya, pequeño y lleno de maravillas. Allí está lo que no hemos visto el día antes en Perge: las colosales estatuas de dioses y emperadores, los sarcófagos (el de los trabajos de Hércules es una obra magistral), los mosaicos, la delicada bailarina de piedra bicolor. Es decir, la parte figurativa de una abstracción histórica que insiste en no borrarse. » Vicente Molina Foix ganó con El abrecartas (Anagrama) el Premio Nacional de Literatura 2007 (Narrativa).
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  • Aspendos y Perge, dos fascinantes enclaves grecorromanos en la costa sur de Turquía
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  • Adivinos llegados de Troya
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