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  • Antes que un nuevo local, se trata de un modelo de negocio que, de momento, desafía la difícil situación que afecta a la hostelería. El veterano Romano Felli, ex director del Liceo Italiano a la vez que anticuario, acaba de inaugurar en Madrid un establecimiento multifuncional (tienda, salón de té y restaurante) abierto a todas horas para rentabilizar su explotación económica. Frente a los soplos minimalistas que privan en los nuevos comercios, Caffé Romano apuesta por una estética neobarroca a todas luces insólita. En su interior, paredes granate, terciopelos, columnas, cariátides doradas, espejos, arañas, trampantojos, mármoles y moquetas estampadas crean un ambiente de reconfortante desmesura. Un trasunto de los viejos cafés de Turín o Milán orientado a satisfacer a una clientela burguesa que, desde su inauguración, lo llena con entusiasmo a despecho del importe de las facturas y el mediocre nivel de su cocina. Caso atípico en los tiempos que corren. A la entrada hay una minitienda con una selección de productos italianos. En el espacio contiguo, un salón de mesitas bajas donde se sirven desayunos, tartas y pastas desde las 9.00 y a partir de media tarde. Y en el lateral, una barra convencional en la que se ofrecen bebidas alcohólicas hasta las 23.00. Un negocio familiar Al fondo, y sin romper la diafanidad del espacio, un restaurante cuya carta, absolutamente convencional, se ajusta a la decadente elegancia de la casa. Como responsable de los fogones, Andrea Ferrari, profesional curtido en los conocidos Piu di Prima e Il Gusto madrileños. De la sala se ocupa la esposa del propietario, Rita Romano, mientras que de la lista de vinos lo hace su hija Federica, sumiller que suple con amabilidad su falta de rodaje. Podría afirmarse que se trata de una trattoria familiar instalada en un local de lujo con pretensiones de palacete. A los pocos días de su inauguración, los desajustes son notorios. Un servicio desordenado y caótico incurre continuamente en errores jocosos: camareros que disponen los platos sin colocar los cubiertos, que intentan tomar la comanda reiteradas veces o servir los postres antes que los segundos. Profesionales que se olvidan de limpiar las mesas al final o prodigan comentarios confianzudos. Lo mejor es su café capuccino, que, sin ser excelso, roza cotas muy altas. Y para comer, platos previsibles y poco entusiasmantes. Entre los entrantes, una ensalada caprese (queso mozzarella y tomate) discreta, un paquete de berenjenas a la plancha con queso y unos taquitos de queso rebozados, todos en la misma línea. Como es lógico, las pastas -frescas y secas- acaparan un espacio notable. Entre las que se elaboran en la casa son resultones los papardelle en salsa de liebre, sugerentes los ñoquis de patata con tomate al pesto, poco conseguida la lasaña a la boloñesa y discretos los capellacci a la salvia, rellenos de una crema de calabaza demasiado dulce. Mejor suerte corren las carnes, en especial el filete a la milanesa, gigante susceptible de convertirse en plato único. O el ragú de jabalí con polenta, más que aceptable. Tampoco los postres (tiramisú, flan, tortino de chocolate) mejoran la impresión de esta casa de comidas popular que irrumpe con descaro en un marco de alto copete.
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  • CAFFÉ ROMANO, en Madrid, cocina italiana en un nuevo espacio de amplio horario. Aires neobarrocos de cariátides doradas y un pequeño salón de té
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  • 'Capuccino' y pastas con aroma milanés
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