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  • Conviene visitar Peña con alma de zoom y no quedarse sólo con la lejana postal que muestra un espectacular bastión despoblado y colgado de una colina. Si sólo con eso volviéramos a casa, nos llevaríamos una buena foto pero sin duda nos faltaría su reverso, es decir, la intrahistoria. Aunque la subida demore algo más, conviene aproximarse a Peña hasta poder aplicar la lupa y descubrir que la magia del lugar nos espera en los detalles: un aviador caído, una tumba fortuita. ¿Suena a relato de hoguera? Lo es. El paseo comienza a 11 kilómetros al sur de Sangüesa. En la carretera que atraviesa Gabarderal hallaremos después Torre de Peña, con sus cuatro casas y una explotación de frisonas donde hay que dejar el coche. Desde aquí la subida a pie comienza umbría y retorcida, como una sierpe que va mordiendo el sotobosque, para abrirse después entre bojes y acebos. En una hora, la senda nos alza a 872 metros, hasta un pódium de piedra llamado Peña a secas. Antigua atalaya defensiva, hoy muestra su fortín vacío, sus murallas fantasmas. Sólo el viento tañe las campanas. Hasta 1950 hubo aquí vida, el último censo hablaba de 50 pobladores. El primero data de 1366, de cuando los habitantes se contaban por fuegos y sumaban un total de 7. Hoy, no hay ni un alma. Peña es un cúmulo de ventanas aireadas, puertas caídas, mamposterías en abandono y cimientos solitarios que muestran en sus fachadas la caries de los días. Su paseo intramuros es un paseo por un castillo desvencijado. Y sobre todo ello, la hiedra, única señal de vida entre tanta ruina, junto a las plumas y desechos de lechuzas y autillos, esos otros grandes amigos de anidar el abandono. Peña fue uno de los primeros castillos mandados derribar en la conquista de Navarra por Fernando el Católico. En un extremo, se levanta todavía la mitad de lo que fue la torre del homenaje, pura arcilla expuesta hoy al implacable torno de los vientos. Y también en pie queda parte de la única muralla necesaria en este baluarte donde el principal cerco lo formaba la propia caída de la montaña. Aquí la naturaleza fue generosa en uñas y dientes, la defensa quedaba regalada: las rocas hacían de ricino, el farallón de foso. Sólo dos edificios se yerguen restaurados. Una casa vivienda de los últimos peñuscos y la iglesia casi intacta con sus matacanes defensivos y un interesante cristo en su interior. Ladeado en su cruz y lleno de lamparones de sangre, data de principios del XIII, con detalles todavía románicos como la corona real, mezclados con góticos como los tres clavos y el rictus ya post mórtem. Conviene contemplarlo con ojos de forense y mantenerlos para lo que sigue. Yacer en el aire La historia continúa. No hay que volverse sin visitar el cementerio del lugar, oculto en un arbolado extramuros, cerca de la cima. Allí se esconde la otra mitad de la postal. Entre un puñado de estelas discoidales, crucifijos oxidados y apellidos como Landa y Alzueta, encontraremos la tumba de D. C. B. Walker. Alguien debió de morir sin transmitir su historia. Aquella que decía que un día del año 1943 el capitán Walker y su copiloto, A. M. Crow, fueron tocados en su Mosquito de reconocimiento por las baterías nazis del suroeste francés y se estrellaron a este lado de la frontera, tras un largo y humeante vuelo de agonía, en el cercano monte Verduces. El copiloto pudo saltar en paracaídas y salvó su vida al caer en el vecino Sos, para ironías de la toponimia. Con peor suerte, Walker murió en su aparato. Los peñuscos, que celebraban a su patrón san Martín ese mismo día, vieron todo al salir de la iglesia. La procesión se nubló con un caído del cielo pero, hospitalarios hasta con las visitas póstumas, cumplieron con el forastero y le abrieron un hueco en su pequeño camposanto, a mil metros de altura, muy cerca del aire. Bajo un pequeño arbolado, enterraron al inglés del que nada sabían, con una cruz de madera, sin leyenda, como siguiendo aquellos versos de Jaime Gil de Biedma: "Allí, bajo los nobles eucaliptos / ?ya casi piel, de tierna, la corteza? / descansa en paz el extranjero muerto". Es un relato de hoguera. Sin final feliz. O sí, porque aunque alguien debió de morir sin transmitir esta historia, los alumnos de un instituto de Barañain movidos por su profesor de inglés se encargaron de recuperarla como trabajo de fin de curso. Todos desearíamos tener un maestro así, alguien que nos enseñara los phrasal verbs con cierta trama. Por medio de cartas al consulado británico y a la RAF, los alumnos certificaron que D. C. B. Walker se llamaba Donald Cecil Broadbent y que había partido de Inglaterra para fotografiar puestos alemanes en la costa vascofrancesa. Supieron también que volaba con tan sólo 28 primaveras, soltero, y que un hermano suyo vino hasta Peña en 1956 para poner la actual lápida. La investigación no acabó ahí. Los alumnos conocieron también que el copiloto salvado murió al tiempo en un bombardeo sobre Berlín. Bad news. Y supieron además que el malogrado día en el que un avión cayó del cielo en Peña fue nada menos que un 11 de noviembre, exactamente el Remembrance Day, cuando todo el Reino Unido recuerda a sus caídos en el extranjero con una flor llamada poppy (amapola) en la solapa.
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  • 20081227
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  • Un cuento de hoguera en el enigmático despoblado de Peña, donde cayó un espía aliado en 1943
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  • La estela de un aviador británico
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