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  • En 1992, los madrileños Eulogio Reguillo y Jorge Maldonado, dos amigos aficionados a la escultura, se pusieron a labrar a la diabla, sin una idea preconcebida, una peña a orillas del embalse de Buendía. Dada la fecha, les podría haber salido un Cobi o un Curro, pero según herían la roca arenisca con cinceles, punteros y rascadores, se les fue apareciendo una faz mofletuda ceñida por una toca. Era una monja. Era la Monja. Aquella inesperada sor marcó la tendencia religiosa de las obras que esculpirían en años sucesivos: vírgenes, cruces templarias, divinidades hindúes, chamanes... En total, 18 relieves de hasta tres metros y medio de altura, todos ellos concentrados, como de ejercicios espirituales, en el mismo paraje, a cuatro kilómetros al norte de la villa de Buendía, un pequeño lugar de la Alcarria conquense al que le llueven las obras colosales: la iglesia gótica de mil metros cuadrados, las murallas medievales y la presa que a mediados del siglo XX transformó el río Guadiela en un océano de 1.600 millones de metros cúbicos y 50 kilómetros de riberas. El mar de Castilla, le dicen. Paseando por la ruta de las Caras, que así se llama y aparece señalada, se descubren rostros de lo más variopinto. Está el risueño Krishna -no iba a llorar, teniendo 18.000 concubinas- y está el adusto Chemari, un tremendo barbudo que, por imperativo de la roca donde fue cincelado, yace boca arriba, bronceándose o muerto. Hay un Maitreya y un Arjuna, un Beethoven y un Paleto, un Extraterrestre y una Dama del Pantano. Arriba, en los cortados, se halla el Chamán, el semblante mayor y de más laboriosa factura (cuatro años), y abajo, en la orilla, un cráneo de un metro y medio titulado De muerte, que paradójicamente es el único que mira a naciente. Sus creadores los incluyen en la categoría de land art. Mucho art, la verdad, no tienen, pero son pura land, tierra hecha cara, roca que acecha con cien ojos al caminante en las sombras del pinar, cual pirámide maya devorada por la selva, o contempla con hipnotizadora fijeza de moai las aguas del embalse, que son de un azul fantástico, como el cian de las artes gráficas, perfecto para colorear este cuadro esotérico y kitsch de la Alcarria. Se conoce que la roca del lugar se presta bien a lo irracional, porque ocho siglos antes de que se tallaran estas monjas, hechiceros y calaveras, los frailes cistercienses labraron un monasterio completo, el de Monsalud. Fue en 1140 y en el vallecico del arroyo Casasana, junto a la aldea guadalajareña de Córcoles, adonde se llega desde Buendía rodeando el embalse por el norte, vía Sacedón. Un monasterio que, haciendo bueno su nombre, acogió en 1177 a Alfonso VIII, que venía de reconquistar Cuenca a los moros, "fatigado de graves tristezas y dolencias de corazón", y le curó de todos los males con la simple unción del aceite de sus lámparas. Merced a milagros como aquél, Monsalud se convirtió en uno de los centros de peregrinación más importantes de la España medieval, un sanatorio eficacísimo, según era fama, contra la rabia, las melancolías de corazón y el mal de ojo. Y no por poco tiempo, que todavía en 1721 el padre Cartes consignaba que aquí venían muchos "hombres y mugeres que están poseydos de los demonios, los quales en entrando en el término de este Santo Monesterio, suelen hazer grandes extremos como quien no puede sufrir verse en tierra de la Madre de Dios". Ya entonces, sin embargo, aquel gran monasterio, que había sido señor de todas las tierras que abrazan el Guadiela y el Tajo, andaba de cogulla caída. Luego llegaron la desamortización (1835), la ruina y el olvido. Y para estos males no hubo remedio milagroso en el Lourdes de la Alcarria. Románico de transición A pesar de su desnudez y de estar medio hundida, impresiona la enormidad de la iglesia, que es de estilo románico de transición, con estratosféricos arcos apuntados, capiteles ciclópeos y triple ábside en el que nada cuesta imaginar a los monjes diciendo tres misas simultáneas, pues eran muchos y el día breve. Sobrecoge el silencio del claustro, el cual conserva tres de sus pandas cubiertas, con recios machones sosteniendo bóvedas de complejas formas estrelladas, tan complejas como las que el guarda da con la tijera a los setos del jardín para entretener su soledad. Y estupefacta la belleza de la sala capitular, un bosque de columnas, capiteles de tema vegetal y bóvedas de crucería que es, sin duda, la más memorable ruina de Monsalud. Otro lugar que se llevó el vendaval de la historia, dejando las riberas del Guadiela llenas de fantasmas y melancolía, es Ercávica. Sobre el cerro de Santaver, a cinco kilómetros del pueblo conquense de Cañaveruelas, afloran los restos de la que fue, según Tito Livio, una "potens et nobilis civitas" ("potente y noble ciudad") celtíbera, pese a que sólo tardó cinco días en rendirse a Tiberio Sempronio Graco, en el 179 antes de Cristo. Dos zonas del yacimiento destacan por su vistosidad. Una es el área de domus o viviendas, donde brilla, con su patio de columnas, la del Médico, así llamada por haberse exhumado en ella diversos instrumentos quirúrgicos y un anillo con el símbolo de los discípulos de Esculapio. Y la otra, el foro o plaza mayor, que aparece rodeado por las típicas tabernae (tiendas), basílica (juzgados) y curia (ayuntamiento), y apoyado en su flanco oriental sobre un criptopórtico monumental, desde el que se domina un soberbio panorama, colgado como está a 108 metros de altura sobre el embalse de Buendía. Mejores vistas aún se disfrutan en la cercana cima del cerro. Desde allí se divisan la sierra de Altomira, la cabecera del embalse, y cuando éste se halla bajo, las ruinas de los Baños de la Isabela. Medio centenar de edificios formaban este real sitio que fue levantado entre 1817 y 1826 por orden de Fernando VII para dar gusto a su mujer Isabel de Braganza, que era una forofa de las aguas. Unas aguas que ya se conocían y aprovechaban desde los tiempos de los romanos y que -al césar, lo que es del césar- se tragaron el balneario en 1957, al inaugurarse la presa. Otro lugar para el escalofrío.
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  • Las esculturas 'kitsch' de la ruta de las Caras, el sobrecogedor monasterio de Monsalud o las ruinas de la ciudad celtíbera de Ercávica marcan un paseo lleno de sorpresas a orillas del embalse manchego de Buendía, cuyas aguas engulleron hace medio siglo un pueblo balneario
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  • Los dominios del adusto Chemari
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