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En las viejas tierras castellanoleonesas, pocos son los que no tienen alguna relación ancestral con el vino. La familia de industriales Rubio García alardea de una relación vitivinícola con la zona de 300 años. Un dato que no dice mucho sobre su situación actual, por mucho que el marketing se empeñe en repetir el detalle, en una especie de excusatio non petita. Se trata de una bodega de las muchas que proliferaron en Ribera del Duero hace 20 años. No hay que disculparse, sino congratularse, porque la resaca posterior a un crecimiento desmesurado de la D. O. no ha afectado a la estimable calidad de sus vinos, fruto del propio viñedo, de 103 hectáreas a 800 metros de altura, y del pundonor profesional de sus propietarios. Elaboran con rigor y ambición, lo que se traduce en un incremento de la calidad. Además, son comedidos en precio, lo que demuestra la honradez y sagacidad de la empresa. Desde sus primeros tintos, del año 2000, han cosechado premios y menciones en concursos nacionales e internacionales, y, aunque todavía está por llegar ese gran vino que justifique la aventura enológica, pueden jactarse de haber conquistado una posición sólida en poco tiempo. Uno de sus caldos más atractivos es este Torres de Anguix 2003. Un crianza de 2003, cargado de fruta madura, ligeramente compotada, con un toque comercial de vainilla y cacao que aportan las barricas de roble americano. Fresco, con buena estructura y cuerpo como para llenar de sensaciones golosas el paladar, aporta un gusto que recuerda las guindas en alcohol, pero enriquecido por las notas de torrefacto y frutos secos. Buen diseño de un vino directo, agradable y suficientemente complejo.
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