PropertyValue
opmo:account
is opmo:cause of
opmo:content
  • En torno al cerro sobre el que se levanta Horta de Sant Joan hay un mar sereno de olivos y hay un mar encabritado de pinos. La terraza del Ecomuseu es el mirador perfecto para observar con detalle la fusión de ambos mares, uno de marea roturada y otro de olas encrespadas. La mayor riqueza de Horta está en su paisaje, dominado por la montaña de Santa Bárbara, en cuya falda está incrustado, como una piedra preciosa, el convento de San Salvador. Hundida en el macizo de Els Ports, en la comarca tarraconense de la Terra Alta, Horta es la Arcadia en la que Picasso aprendió a pintar y a despintar la Naturaleza, y es el salón de recreo de cientos de escaladores atraídos por el vértigo de sus barrancos. Testigo de las mutaciones del paisaje y de la historia del pueblo es el Parot, un olivo bimilenario, el árbol más longevo de Cataluña y quizá de toda la Península, cuyas raíces se remontan hasta la época de los iberos. Mutilado por unos milicianos italianos durante la Guerra Civil, su desastrada figura no tiene el aparatoso porte teatral del pino de Balija, un fantasmagórico pino blanco de casi veinte metros de altura, pero la labor de orfebrería que el cincel del tiempo ha practicado sobre su piel es tan prodigiosa que no hay forma de despegar los ojos de ella. En la plaza de Cataluña da la vuelta el aire, ruge el tráfico y la vida pasa perezosamente alrededor de una fuente de piedra en la que el agua interpreta incontables variaciones sobre una misma melodía. La gente joven está en las terrazas, bebiendo cerveza, mientras en el interior de los bares los viejos juegan a las cartas envueltos en una irrespirable nube de humo que las camareras rumanas tienen que atravesar como pueden cada vez que van a las mesas a llevar y a retirar las tazas de café y las copas de coñac. En la plaza de la Iglesia la vida pasa con mayor lentitud todavía bajo los soportales del Ayuntamiento y del resto de edificios porticados. El Renacimiento le imprimió carácter arquitectónico a Horta, y ahí siguen la Casa del Delme o la Casa Clua o la Casa Fortunyo, estancadas en la niebla del pasado, una niebla que se extienden por todas y cada una de las calles del pueblo. Picasso fue feliz aquí. Y lo fue por varios motivos. En Horta Picasso descubrió la Naturaleza y aprendió a pintarla, copiándola del natural. Tenía dieciséis años y estaba enfermo de escarlatina cuando su amigo Manuel Pallarès le invitó a pasar con él las vacaciones, asegurándole que los caldos de gallina de su madre le devolverían la vitalidad. Como robinsones adolescentes, los dos amigos se echaron durante días a las montañas, refugiándose en una balma de pastor, y allí pintaban y sobrevivían, hasta que una tormenta les caló los huesos y les destrozó los bastidores, que utilizaron para hacer fuego y entrar en calor. No sólo fue el paisaje de Horta lo que atrapó a Picasso. También quedó seducido por sus gentes, a las que dibujó y pintó incansablemente a lo largo de los ocho meses que se prolongaron aquellas productivas vacaciones. Picasso regresó a Horta diez años después, en 1909 y en compañía de Fernande Olivier. Estaba experimentado las posibilidades del cubismo, y Horta fue el escenario y la protagonista de sus experimentaciones cubistas. Aunque en esta segunda visita no le acompañó Manuel Pallarès, amigos no le faltaron. Como Tobies Membrado, el panadero que le alquiló una buhardilla para que montara el taller y que viendo sus pinturas le dijo: "Pintando así no te ganarás la vida, pero si un día no tienes para comer, ven aquí que el pan no te faltará". Una montaña picassiana Como no le faltó el pan, Picasso ya no volvió a Horta, pero Horta le acompañó de por vida (el salón de su casa siempre estuvo presidido por la montaña de Santa Bárbara, pintada por Pallarès). Tanto, que a veces pensaba que si se hubiera quedado en el pueblo todo le hubiera ido mejor. El Centro Picasso, instalado en el antiguo hospital, ha reconstruido, paso a paso, hasta el más curioso detalle, la influencia que Horta ejerció en la vida y en la obra de Picasso. Influencia recíproca, pienso mientras doy buena cuenta de un suculento plato de crestó en el restaurante Barceló. El crestó es un cabrito adobado y escabechado, delicioso. Puro cubismo gastronómico. Y con una botella de Llágrimes de Tardor, brindo a la salud del genio, agradeciéndole que me haya guiado hasta aquí. Luego, con el café, le pido al camarero una copa de Anís del Mono, para rematar cubísticamente la comida. No puede ser: sólo tienen Marie Brizard. » Julio José Ordovás (Zaragoza, 1976) es autor de Nomeolvides (PUZ, 2008).
sioc:created_at
  • 20090110
is opmo:effect of
sioc:has_creator
opmopviajero:language
  • es
geo:location
opmopviajero:longit
  • 868
opmopviajero:longitMeasure
  • word
opmopviajero:page
  • 6
opmo:pname
  • http://elviajero.elpais.com/articulo/20090110elpviavje_3/Tes (xsd:anyURI)
opmopviajero:refersTo
opmopviajero:subtitle
  • El Parot, un olivo bimilenario, es uno de los atractivos de Horta de Sant Joan, cuyo paisaje inspiró a Picasso
sioc:title
  • Aceitunas para Matusalén
rdf:type

Metadata

Anon_0  
expand all