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Entre las callejas históricas de Astorga se parapeta una mansión de altos muros que no evidencia su carácter nobiliario o la envergadura de sus interiores. Se trata, desde finales del siglo XVIII, de la residencia de los condes de Tepa, familia de raigambre en la ciudad, que aprovechó la existencia anterior de un convento y un hospital de peregrinos del Camino de Santiago. La fecha de alumbramiento de la casa aún permanece inscrita en el dintel de la puerta principal, atravesado por el propio Napoleón tras el asedio a la ciudad durante la Guerra de la Independencia.
Cual émulos del mariscal, los viajeros de hoy franquean el portón por un irrefrenable deseo de curiosear en el salón de música, la biblioteca y el bar, además de otras estancias comunes y galerías de cristal ambientadas con muebles de época, cortinajes estampados, candelabros dorados, marcos barrocos y una chimenea de mármol que resume con justeza la prosapia del lugar. Así lo ha preservado todo el actual conde, obligado por la coyuntura a reconvertir el palacio en hospedaje con el fin de sufragar su conservación. Todo cuanto se conserva es auténtico y, en la decisión de abrir el establecimiento al público, se ve que ha pesado más el interés museístico que el hospitalario. Así, cada habitación ha sido bautizada con un nombre relacionado con la casa o la historia de Astorga. Todas resultan igual de afectadas que los salones, con sofá y cabeceros estampados, tocadores del siglo XIX y viguería a la vista pintada de blanco. Sus cuartos de baño, notables por la holgura, aportan el toque design gracias a los cosméticos de Etro. El plus hedonista lo añade, si acaso, la suite Conde de Tepa, orientada al jardín con fuente y soportales a dos bandas. La capillita de Santiago, incorporada en 1870, es otro rincón de inexcusable visita.
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