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Era la primera ocasión en la que cruzábamos el Atlántico. Nos decidimos por Canadá tras suspender el viaje a Cuba a causa del huracán Ike. No nos arrepentimos de la decisión, pues este país refleja fielmente el estilo de vida americano y cuenta con una riqueza natural notable y cautivadora. Nos alojamos en Toronto, una ciudad cosmopolita y de dimensiones vertiginosas, con edificios enormes e interminables. De sus habitantes sobresale el carácter afable y cercano para con el foráneo, aunque esta última palabra resulte casi redundante en una ciudad tan multicultural como Toronto.
Pero, sin duda, uno de los emplazamientos de referencia está situado a poco más de una hora de coche. Se trata de Niágara, un enclave turístico que da nombre a una de las cataratas más conocidas del mundo y que forma parte del universo simbólico de los norteamericanos.
A medida que nos acercábamos en el autobús con el resto de viajeros aumentaban nuestros deseos de plantarnos frente a las cataratas. Nada más llegar, tras caminar unos cuantos metros, el espectáculo que teníamos ante nuestros ojos superó con creces las expectativas más optimistas.
Sin embargo, antes de acercarnos decidimos reponer fuerzas en el restaurante situado en el octavo piso del hotel Crowne Plaza. Las vistas son todo un regalo para nuestras retinas.
Más tarde realizamos la visita guiada en barco, muy bien planificada. Nos dieron un chubasquero para resguardarnos del agua que salpica a su paso sobre el barco. La visita dura unos 30 minutos. Nos acercamos al margen de las cataratas situadas en territorio canadiense y a continuación nos trasladamos al área radicada sobre suelo estadounidense. Risas, fotos a mogollón, alegría y mucho entusiasmo. Un buen resumen de lo que sentimos al conocer por fin este legendario salto de agua. Un lujo que teníamos que satisfacer.
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