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  • Antes que cocinero, Andoni Luis Aduriz es un símbolo avanzado de la vanguardia. Más que nunca hasta ahora, tras la conmemoración de su décimo aniversario, el restaurante Mugaritz, caserío guipuzcoano aislado entre Oiartzun y Astigarraga, podría calificarse de insólito monasterio en el que se suscitan vías de reflexión a través de los alimentos. Al menos eso pretende su artífice, autor de distintos libros de literatura culinaria, profesional elegante cuya línea de pensamiento, que se aleja de convencionalismos, se plasma en una cocina en la que priman los conceptos. Un lugar nada propicio para el bullicio de las comidas colectivas, donde los comensales deben acceder con una predisposición anímica, en actitud positiva de concentración y entrega. "Aparte del estómago, intento reconfortar el espíritu", afirma Aduriz. En cada mesa, junto a la carta, aparecen dos sobres con sendos mensajes. Primer texto paradójico: "150 minutos... Rebélate" (tiempo que se supone necesita un comensal para incomodarse, alterarse, impacientarse y padecer sentado). Segunda provocación escrita: "150 minutos... Sométete" (lo necesario para sentir, imaginar, rememorar, descubrir y contemplar el mundo a través de estímulos sensoriales). Una suerte de sadomasoquismo gastronómico que no se corresponde con el delicado sabor de sus propuestas. Notoriedad de las texturas Mugaritz nunca deja indiferente: entusiasma o decepciona. Con frecuencia, Aduriz se mueve en el umbral de una insipidez calculada, alimentos de bajo perfil sápido que prestan especial notoriedad a las texturas, en el estilo de la espiritualidad culinaria nipona. Como ejemplo, sus tallos de cardo rojo sobre esencia de chufas a la piel de leche de cabra, conjunto de escaso sabor, una transgresión amable. "Para algunos somos subversivos porque no ofrecemos lo que esperan", recalca. En plena temporada invernal, su menú presenta tonalidades claras y juega con sabores suaves, un neonaturalismo con técnica y creatividad a raudales. Resulta sublime su carpaccio, trampantojo genial que no contiene la carne que aparenta, sino una rodaja de sandía sometida a complejos tratamientos. Plato tan suave como la cococha de bacalao a la miel de acacia, de sedosidad emocionante. O el ravioli de changurro y castañas, que flota en un consomé translúcido de hojas y tallos alimonados. Que el estilo de Aduriz no se parece a nada lo ratifica la cola de langosta salteada, prácticamente cruda, sobre una base de liliáceas y hierbaluisa. Igual de sugerente que el lomo de lenguado arropado en una salazón de hojas de achicoria. O el foie-gras de pato, uno de sus alimentos fetiche, que ahúma a la parrilla y sirve en compañía de semillas de mostaza. O la gran becada, asada y deshuesada sobre hojas oxidadas y fritas de acelgas. ¿Algo discutible? Por supuesto: el estofado de raya sobre un consomé de ave tan intenso que anula el delicado aroma de la trufa negra que se ralla sobre el plato. En Mugaritz sólo cabe optar por uno de sus dos menús, Sustraiak y Naturan, que persiguen la perfección en línea con el refinamiento de la casa. Actitud que alcanza al servicio, que bajo la dirección de José Ramón Calvo observa las recomendaciones de un coreógrafo para prestar armonía a los movimientos del personal de sala.
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  • MUGARITZ, platos espirituales de un 'chef' que reclama concentración y entrega en los comensales
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  • 150 minutos para someterse a Aduriz
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