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Amanece en neblinas sobre la ría de Murtosa, en Portugal. El paisaje se desentumece perezosamente, como en los dormidos manglares de otras latitudes. Dos horas largas para adquirir su mínimo relieve, un minuto escaso para hacernos comprender que esta pousada no es monumento histórico, ni tiene un gramo de abolengo, ni mata por sus espacios interiores. Si enamora es por su silencio, por el paso inadvertido del tiempo a sus espaldas, por la palidez atlántica que se filtra suavemente en sus estancias.
Anclada sobre la orilla, casi en el aire, la pousada fue construida en los últimos sesenta con la urgencia que requería el desarrollo turístico de la zona y el interés estatal en la carrera que mantenían por aquel entonces las pousadas de Portugal con los paradores de turismo españoles. Su estructura en dos plantas, sencilla de líneas, favorecía la celeridad en los trabajos y una integración paisajística hoy muy aplaudida. Arte y paisaje se dan la mano sobre el fondo vítreo de Murtosa. Sin alharacas, el estilo gusta al turismo familiar genuinamente portugués. Los espacios comunes encadenan rincones agradables a lo largo de todo el edificio, como la chimenea predecesora del restaurante o el salón. Asombrosas por sus vistas son las habitaciones numeradas del 1 al 12, con terrazas corridas al azul. Tal vez demasiado pequeñas para soportar una larga estancia, pero luminosas y bien pertrechadas. Clásicas, por ser indulgente con su perfil decorativo. Tenues de noche, fragantes de día. Todo un lujo remolonear en ellas al son que marcan las gaviotas, mientras algunos moliceiros (embarcaciones de colores) faenan incluso en domingo sobre las aguas de la ría.
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