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  • Frente al Egipto faraónico de catálogo turístico a todo color hay otro enmarcado en blanco y negro, como los tonos que tiñen el desierto que lo rodea, tan atractivo como desconocido, oculto en los apartados oasis donde subsiste un país de chilabas, burros y palmeras, y donde aún resuenan los ecos de viejas culturas como la tolomaica, la romana o la griega. Para quien no se conforme con visitar el muy urbanizado El Fayyum, relativamente cercano a El Cairo, o no quiera aventurarse hasta la lejana Siwa, al noroeste, cerca de la frontera con Libia, la ciudad que visitó Alejandro Magno en busca del oráculo de Amón que debía confirmar su naturaleza divina, una carretera asfaltada ensarta la mayoría de estos microcosmos perdidos en la vastedad del desierto líbico, a los que el historiador y geógrafo griego Herodoto llamó "islas de bendición". Hace unos años, el azar quiso que un asno se hundiera en una depresión del terreno cerca de uno de los poblados que integran el oasis de Bahariya, a unas cuatro horas en coche desde El Cairo en dirección suroeste, lo que permitió descubrir una enorme necrópolis, una de las mayores del mundo antiguo, con hasta 10.000 momias de la época grecorromana contemporáneas de Alejandro Magno. La contemplación de las 10 que están expuestas en el rudimentario museo de Bawiti, la mayor de este grupo de aldeas beduinas, resulta inquietante, como si al entrar en la lóbrega sala se tuviera la sensación de estar a punto de interrumpir el sueño eterno de esas personas que vivieron hace 2.000 años. Todas ellas presentan rasgos, peinados y adornos diferentes. Las cabezas están cubiertas por unas máscaras de yeso con incrustaciones de oro, sobre las que están pintados con vivos colores los retratos de los difuntos, y en el pecho lucen, por encima de las vendas y juncos que envuelven el cuerpo, una especie de chalecos, también de yeso y finas láminas de oro, decorados con escenas funerarias policromadas. Bes, dios del vino Aunque ahora el censo de pobladores vivos apenas supere el de los muertos momificados, la importancia de este oasis queda atestiguada por otros vestigios históricos como las fuentes romanas de las que brotan aguas termales de hasta 30 grados de temperatura; las ruinas del templo del dios egipcio del vino, Bes; las tumbas faraónicas de Zed Amun Iuf Ankh y de Baunetiu, cuyas cámaras funerarias de incómodo acceso conservan una profusa decoración, o los muros derruidos de un fuerte inglés de la época de la ocupación. Hasta la Edad Media, Bahariya era una de las paradas obligadas de las caravanas que, desde el Magreb, se dirigían a La Meca. Nada más dejar atrás los bosques de palmeras, los olivares y los cultivos de guayabas y mangos que rodean Bahariya, la carretera hacia el oasis de Farafra, el más pequeño de todos, se adentra en el Desierto Negro o Sáhara Suda, un paisaje extraño, velado por el luto riguroso que proporcionan las oscuras rocas, mezcla de cuarzo y diorita, que cubren las laderas de las montañas y las pequeñas piedras basálticas que, al desintegrarse fácilmente en diminutos fragmentos, tapizan el suelo casi por completo, dejando apenas visibles unas finas venas donde se descubre el color dorado de la arena que hay debajo. Como por arte de magia, el desierto se sacude de repente su manto oscuro y, a partir de una espectacular montaña de rocas de alabastro, cuyos cristales rutilan bajo los rayos del sol, cambia de color. Es la entrada al Desierto Blanco o Sáhara El Guieda, uno de esos caprichos de la naturaleza difíciles de comprender, un vasto espacio en el que flotan como icebergs en pleno deshielo jirones arrancados de un macizo del cretácico formado por el mar, que, al retirarse, depositó capas de creta y arena que el tiempo ha convertido en rocas sedimentarias de una blancura cegadora. Es el paraíso de la imaginación, un sueño poblado por gnomos y fantasmas que parecen alimentarse de gigantescos merengues y pasteles de nata; un universo de fábula en el que la luz pinta unos colores que la vista no termina de reconocer, sobre todo al amanecer y en la puesta del Sol. Rebaños de camellos En torno a Farafra y en las proximidades del siguiente oasis, Dakhla, que se recuesta contra unas altas colinas pedregosas de color rosado, el desierto se llena de palmerales, jardines, huertos y arrozales, y de pequeñas praderas de ralas matas herbáceas donde pastan rebaños de vacas y camellos. De entre la decena de aldeas que conforman el llamado oasis interior, en el que viven cerca de 70.000 personas, destaca El Qasr, en cuya parte alta ha sobrevivido un claustrofóbico casco medieval, con casas construidas en adobe en tiempos de Saladino, según sostiene la tradición, cuyas pequeñas puertas presentan inscripciones en los dinteles y bellos cerrojos de madera. El trazado urbano es sinuoso y caótico, un laberinto de estrechos y oscuros callejones, muchos de ellos techados, en el que ocasionalmente se abren diminutas plazas como pequeñas burbujas de aire dentro de una urdimbre por la que apenas circula el viento. En el centro se alza la mezquita, cuyo minarete resulta prácticamente invisible desde el interior, y una madrasa con dos ivanes en los que quedan todavía restos de la decoración original. Para pasar de un barrio a otro hay que atravesar grandes portones de madera que, como ocurría en la antigüedad durante las noches, permanecen cerrados con llave, lo que convierte el casco urbano en una auténtica fortaleza. Para los amantes de la historia, a unos pocos kilómetros de la aldea se encuentran las ruinas de un templo de la época de Nerón y, muy cerca del mismo, un cementerio de la época romana con más de 250 tumbas. Aunque quizá resulte más espectacular la necrópolis cristiana de El Bagawat, en las afueras del gran oasis de El Kharga, el más poblado y más próximo al Nilo por el sur, casi a la altura de Luxor. Dos mausoleos ubicados en la parte alta, en cuyas paredes todavía se conservan en buen estado pinturas del siglo V; una basílica y centenares de tumbas de adobe con pilastras y nichos, coronadas muchas de ellas por una cúpula, se extienden por una vasta superficie de terreno, creando la sensación de estar ante una ciudad desierta que se está derritiendo bajo los rayos del sol. Apenas a dos kilómetros de El Kharga se encuentra el templo de Hibis, uno de los más importantes de los hallados en los oasis egipcios. » Pedro Cases es autor de El Ebro, viaje por el camino del agua (Ediciones Península).
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  • El Sáhara El Guieda, en Egipto, ciega a los visitantes con la blancura de sus rocas sedimentarias. Una extravagancia natural en una ruta por los oasis, "islas de bendición"
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  • Pasteles de nata para los gnomos
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