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  • En los tiempos que corren, pocos profesionales asumen riesgos semejantes. Después de trabajar durante tres lustros por cuenta ajena, de empaparse del ritual de sala de Zalacaín (Madrid) y dejarse seducir por el reverencioso servicio de La Hacienda (Valencia), hace poco más de un año, el 1 de marzo de 2008, que José Vicente Pérez inauguraba su propio restaurante, en la zona del Ensanche de Valencia, con una obsesión enfermiza: pertrecharse de las mejores materias primas del mercado. Productos escasos que adquiere a través de una extraña red de proveedores, entre los que figuran pescadores del Mediterráneo. "Mis clientes comen aquí lo que no encuentran en otros lugares, salvo que paguen una fortuna por ello", asegura. "Cada mes recorro tantos kilómetros como las parejas de la guardia civil con sus motos". Trayectos no sólo por carretera -cabría añadir-, sino también por su espacio de sala, porque además de rastreador infatigable se comporta como un hombre orquesta que toca todos los palos. Tras acudir a Las Casas de Alcanar (Tarragona), por ejemplo, donde le aguardan con su botín buceadores secretos, regresa a Valencia para adueñarse de su local y desempeñar solitario las funciones de recepcionista, camarero, sumiller o lo que caiga. En los resquicios de su agobiante trabajo, José Vicente Pérez hace alarde de sus trofeos: meros amarillos de Calpe (Alicante) de 20 kilos; doradas de 4 kilos; espardeñas, gambas rojas, cigalas enormes, quisquillas y un privilegiado etcétera. Tal y como lo definía el experto Santos Ruiz, en su función de maître, Pérez se comporta como un animal de sala. Un entusiasta de su trabajo con resabios de la vieja escuela. Raciones generosas ¿Resultados? Platos de corte clásico actualizados con una pizca de cursilería, que se caracterizan por la generosidad de las raciones, productos de envergadura y precios moderados. Detrás de los fogones, y como remate a tantas sorpresas, un cocinero inglés, Jim Sills, que interpreta con desigual acierto las directrices del patrón. Una cocina de rabiosa temporada, que en otoño hace hincapié en la caza (ciervo, gamo, corzo) y a la que tampoco escapa la receta del chateaubriand copiado de La Hacienda. Es una pena que los chanquetes, tratados como angulas, con refrito de ajos y aceite, resulten algo salados. Mejor suerte corre el pez rubio al puré de patatas, con jugo de sus raspas, bastante conseguido. Equilibrio que se repite en el cordero lechal asado a baja temperatura y puré de chirivías, más que acertado. Aparte del arroz meloso de focha (anátida del lago de la Albufera), ofrece otro bien sabroso de pescados aunque con más sal de la cuenta. Entre los postres, un buen bizcocho de almendras, además de un pastel, mal llamado brownie, que no vale nada. Lo que desconcierta por completo es su bodega, que se desdobla en dos listados. Por un lado, una selección escueta de botellas que duermen en el restaurante. Al margen, otra relación apabullante de marcas que se hallan fuera y hay que encargar con una hora de antelación al menos. Algo semejante a una farmacia de guardia.
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  • EL BRESSOL, restaurante de Valencia donde triunfan meros, doradas y cigalas
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  • Un botín con los trofeos del mar
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