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  • El Puerto de la Cruz, en el norte de Tenerife, fue en los años sesenta la ciudad en la que se avanzaron las ilusiones del turismo como solución de futuro para las islas. Pero los turistas (los viajeros, más bien) habían descubierto el Puerto mucho antes, desde Alexander Humboldt hasta Bertrand Russell, Agatha Christie o Winston Churchill. ¿Qué veían? Lo que aún se puede ver. En primer lugar, veían el puerto. Desde la atalaya del valle de La Orotava (fue Puerto de la Orotava hasta el siglo XVII), a finales del siglo XVIII, Humboldt descubrió un vergel al final del cual había lo que el poeta Luis Rodríguez Figueroa escribió a finales de ese siglo: "Tendido al pie del valle, como el aduar del moro, / pareces un modesto tranquilo palomar, / cuyos aleros cubre magnífico tesoro / de blancas madreselvas y flores de azahar". El tiempo convirtió el puerto de aquel modesto palomar en una ciudad, que, además, se llamó en seguida (en aquellos años sesenta del primer desarrollo) "ciudad turística". Era "la ciudad turística de Canarias". El cultivo del turismo se extendió inmediatamente, y al Puerto sucedieron otras, en Gran Canaria y en Tenerife. Veían un vergel, un palomar y un acantilado, y los vientos. Hay en el Puerto de la Cruz una zona en concreto (justo donde vivió aquel poeta, Rodríguez Figueroa, víctima luego de la Guerra Civil por socialista y republicano) que se llama la Punta del Viento y que podría tenerse como la metáfora mayor del Puerto de la Cruz. Los acantilados de San Telmo, la ermita del santo que nombra la zona, las olas inmensas que desprenden la sal que el viento convierte aquí en un aire especial: ésta es la Punta del Viento; es un rincón y, siendo tan poco, exactamente un punto mínimo en el mapa, supone para el viajero la visión exacta del conjunto de lo que fue siempre el Puerto de la Cruz, como si en esa aventada estuviera la esencia del pueblo. ¿Y qué vieron, además, que pueden ver aún? Martiánez: la playa, los acantilados sobre la playa, y mucho más tarde, el Lago Martiánez, que nació como consecuencia de la idea de César Manrique de convertir ese litoral festoneado de charcos rocosos en un lugar nuevo en el que la vieja violencia del Atlántico se convirtiera en el paisaje de un cuadro. ¿Y qué veían además? Lo que verían ahora: la plaza del Charco. Ha sido el escenario de la tradicional, y pacífica, tertulia del pueblo; al contrario que la vida, que se ha hecho abundante y apresurada, la plaza sigue siendo, muy probablemente, como la vieron aquellos a los que los niños del pueblo llamábamos ingleses porque simplemente eran turistas, y porque hasta entonces los turistas del Puerto eran ingleses a los que nosotros pedíamos pennies. La plaza del Charco, umbrosa, acogedora, junto al viejo distribuidor del tráfico público en el pueblo, junto al muelle. El muelle es un valor antiguo, y moderno, del Puerto de la Cruz. "¡El mar que a ti te acerca!... ¡Cuán varias perspectivas / adquiere con los vientos que agitan su cristal! / Ora sumiso entona endechas sugestivas, / ora espumoso brama con ira colosal". Así veía el mar que el muelle calma el poeta Rodríguez Figueroa. Es el escenario de la fiesta mayor del Puerto, la de la Virgen del Carmen, en julio, y esa ira colosal del mar es la que domeñan desde siempre marineros que tienen en su historia el arrojo de haberse salvado de la extraña violencia del océano en esta costa que va desde Punta Brava hasta los acantilados de Martiánez, y aún más lejos, a la playa de Bollullos, que ya corresponde a La Orotava. Y vieron, claro, y ven, el Jardín Botánico, que es la estufa fría de esta zona, donde se guardan y se conservan especies que ahora parecen milagros de una naturaleza que Humboldt consideró privilegiada. Lo dijo: "He hallado bajo la zona tórrida parajes en que la naturaleza es más majestuosa, más rica en el desenvolvimiento de las formas orgánicas; pero después de haber recorrido las orillas del Orinoco, las cordilleras del Perú y los hermosos valles de México, confieso no haber visto en parte alguna un cuadro más variado, de más atractivos, más hermoso por la distribución de las masas de verdura y de las rocas". Pero muchos de los que vinieron cuando el turismo era aún el futuro y ellos no sabían que aquí se iban a mezclar los chárteres con los antiguos viajeros, ahora llamados turistas, vivieron en un paraje extraordinario, el Parque del Taoro, donde durante años estuvo el hotel Taoro, donde en los años treinta se reunían a bailar los jóvenes de la vanguardia de entonces (entre los cuales estuvo el gran escritor surrealista Agustín Espinosa, autor de Crimen, portuense de raíz) con los visitantes ilustres o despistados de la época... El Taoro, dicen, desde donde se tiene la mejor vista del Teide. Finura liberal María Rosa Alonso, lagunera que está cerca del siglo, escritora, que vive ahora en el Puerto después de largos periodos en Venezuela y en Madrid, escribió una vez del lugar donde pasa estos años de su veteranía: "Hay un pueblo de Tenerife matizado de fina elegancia y de sugestiva tradición cosmopolita: el Puerto de la Cruz... Un claro ambiente de tradicional liberalismo, y no burda demagogia, se respira todavía por las calles del Puerto de la Cruz, por el chato y alegre barrio de La Ranilla, por el maravilloso paseo de Martiánez, donde los atardeceres son inolvidables, o por el otro lado del camino del cementerio, junto a las ruinas del castillo de San Felipe". Y concluía la escritora: "Estampas del Puerto las debe haber en Londres, en París, en Suecia o en otras poblaciones europeas, en mayor abundancia que de otro pueblo del archipiélago". Hay una fuerza interior en el aire cosmopolita de este lugar que el Atlántico inunda de luz y de viento: que el extranjero, el turismo, no ha podido arrebatar la esencia popular, el aliento que aún hoy hace convivir un lugar del siglo XXI con un antiguo pueblo de pescadores.
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  • 20090516
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  • Desde hoy y hasta el 23 de mayo se celebra en el Puerto de la Cruz el Festival de Cine Ecológico y de la Naturaleza
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  • Verde atlántico y chapoteos
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