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  • La primera vez que viajé a Lisboa fui en coche. Llegué cruzando el puente 25 de Abril, y el panorama desde lo alto, las siete colinas cubiertas de verdor y de casas de colores asomadas al río Tajo, no se me olvida. La primera impresión que se guarda de una ciudad es muy importante, tanto que puede marcar la relación que se establece después con ella. En mi caso, Lisboa y ese puente y esa vista son uno, y ahora, al pasar allí un fin de semana, me he dado cuenta de que el puente, de un modo u otro, siempre está presente en mis visitas, vertebrándolas. Por el río La primera excursión comenzó en la Doca de San Amaro, un muelle con capacidad para más de 300 embarcaciones de recreo situado frente al de Alcántara, bajo el puente. Los antiguos depósitos y estaciones fluviales de la zona se convirtieron, gracias a la exposición internacional de 1998, en bares, restaurantes y museos al borde del río, unidos por un agradable paseo. Allí nos esperaba un velero para navegar por el Mar de Paja, el ensanchamiento del Tajo que se produce en su desembocadura, llamado así por los reflejos dorados del agua. El objetivo de la jornada no era otro que dejarse llevar y ver la ciudad desde otro punto de vista. Nada más embarcar, leí que los fenicios fueron recibidos por el mismísimo hijo de Ulises, y que llamaron "Alis Ubbo" a Lisboa. Según una guía, significa "puertecillo delicioso". Según otra, "puerto seguro". Hay cada vez más gente a la que le importa muy poco leer dos traducciones tan diferentes de un mismo nombre, o cosas peores, pero no es mi caso: el detalle estuvo a punto de estropearme el día, y eso que era soleado y con una leve brisa, perfecto para navegar. No tiene nada que ver pensar que los fenicios fueran gente juguetona y hasta frívola ("puertecillo delicioso"), o tipos prácticos, secos y poco imaginativos ("puerto seguro"). En fin. Lisboa, desde el río, es aún más silenciosa que cuando paseas por sus calles: sólo oyes el viento sobre las velas, y te da la sensación de que eres un observador invisible, una especie de espectro. Recorrimos la ribera desde la Torre de Belem hasta más allá del barrio medieval de Alfama. En la lejanía, los colores de las fachadas de los edificios, los ocres, verdes, rosas, azules y cremas, se confunden. Allí destacaba el castillo de San Jorge, allá la gran extensión de la plaza del Comercio, o las mansiones neoclásicas de Baixa, o el monumento del Padrao dos Descobrimentos, esa proa de navío asaltada por portugueses insignes que gana con la distancia. Y al otro lado de la metrópoli, dominando los concejos industriales de la otra margen del Tajo, el Cristo Rei, erigido para dar gracias a Dios por proteger a Portugal durante la II Guerra Mundial. A la vuelta almorzamos un suculento sargo en un restaurante pegado a la dársena, Doca Peixe, rodeados de turistas y lisboetas. Y allí se hace imposible olvidarse del puente, por el ruido de fondo producido por los automóviles al rodar por encima de las rejillas metálicas, o el de los trenes al cruzarlo. El puente diseñado por Ray M. Bonton parece un monstruo de acero, una especie de insecto palo de cuerpo largo con dos poderosas patas. Y después, para seguir esforzándonos en no hacer casi nada, paseamos por la ribera, entre ciclistas, corredores y familias bien avenidas, y fuimos a tomar un cóctel a la terraza del hotel Chiado. Por suerte, ya de noche, pude olvidarme del puente. Cené en Quinta dos Frades, un restaurante de comida de fusión italo-luso-argentina, cuyo dueño y chef, ataviado con un turbante, responde al nombre de Chakall. Que nadie se asuste. Chakall resultó ser mucho más afable que lo que sugiere su apodo, y sus platos son más que sabrosos. Por la carretera La segunda excursión la hicimos en moto y con muy buen tiempo. Salimos de Lisboa cruzando el puente, en dirección sur, y nuestra primera parada fue en Sesimbra, un pueblo de pescadores que mira a una bahía resguardada. Para regocijo de los turistas, tiene playa, calles estrechas en cuesta, barcas pintadas de alegres colores y ofrece la posibilidad de pescar pez espada. En los cerca de 35 kilómetros que separan Sesimbra de Setúbal se extiende la Sierra de Arrábida, llamado así, "lugar de oración", por los árabes. Esta vez no encontré una segunda traducción. Las dos carreteras que recorren este macizo montañoso al borde del mar de sólo seis kilómetros de anchura, una más pegada al litoral que la otra, son espectaculares. De los viñedos, huertas y olivares se pasa a una vegetación de monte bajo, abigarrada y aromática, con madroños, mirtos y lentiscos. A veces se dominan las dos vertientes de la sierra, con el océano color zafiro a un lado y, al otro, a lo lejos, la planicie. Hay riscos y caídas abruptas al mar, cuyo lecho es blanco, de arena. Y a la altura de una enorme cementera se ve Setúbal, al fondo del golfo, una ciudad industrial y portuaria con un bonito casco antiguo. Allí se puede tomar un ferry que cruza el estuario del río Sado para acceder a la Península de Troya, una lengua de arena con interminables playas que dan al Atlántico. En Troya hay pinos, dunas, las ruinas romanas de Cetóbriga, buenas casas y edificios de apartamentos. En los chiringuitos se pueden pedir almejas con cilantro, arroces o pescado, y regar el almuerzo con sangría de vino blanco. Al volver a Lisboa, ya de noche, hay que cruzar de nuevo el puente, y esta vez, si estás cansado, quizá no te fijes en que las miles de luces de la ciudad se reflejan sobre el río. » Nicolás Casariego es autor del libro de relatos Lo siento, la suma de colores da negro (Ediciones Destino).
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  • En el restaurante lisboeta Quinta dos Frades, el nombre del 'chef' es lo único amenazante. Buena comida, paseos junto al Tajo y, bajo el puente 25 de Abril, una zona de ocio que recupera la ribera
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  • Saboreando los platos de Chakall
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