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  • Folegandros ha sido hasta hace poco un secreto guardado a media voz, una perla semienterrada. Su visita era celosamente compartida por un puñado de viajeros que huían de las masas de Mikonos y Santorini. Pero el tiempo no perdona y hoy la temporada alta satura también la isla, sus 3.000 camas se ocupan con meses de antelación y no faltan los codazos para subir a su único autobús. Eso sí, fuera de esa época estival, la diminuta isla garantiza todavía cierto naufragio, sobre todo con los primeros y últimos soles de junio y septiembre. Es entonces cuando Folegandros ofrece sus mejores silencios y soledades, cuando la isla funciona a medio gas y permite que depositar una postal en el buzón de la plaza del pueblo tenga una magia similar a la de embotellar un papel y lanzarlo al mar. Llegar por esas fechas a Folegandros no es fácil y eso es bueno. Irse cuesta más y eso es mejor. En julio y agosto hay accesos rápidos y diarios, pero fuera de esas fechas los transbordadores desde Atenas se reducen y pueden tardar hasta 10 horas con escalas. El naufragio tiene su precio. Pero vayamos con las ventajas. Los meses tranquilos ofrecen un coro de gallos impuntuales como único despertador, apartamentos relajados de precio también relajado, calas vacías con aforo para tres toallas y una mayor hospitalidad en esas abuelas de anuncio de yogur que sirven manjares donde reinan las alcaparras, las berenjenas y un sabrosísimo cordero que se encarga de salar el propio mar. Y si nos ponemos poéticos hallaremos también razones. Por algo será que muchos de los últimos poetas griegos, como Ioana Tsatsou y Nikos-Alexis Aslanoglou, han dedicado poemas enteros a la luz tardía de septiembre. Quizá porque, como decía Josep Pla, es una luz de melocotón. 11 kilómetros de asfalto Contar Folegandros resulta sencillo: hay un pueblo de pescadores (Karavostasis), una aldea de campesinos (Ano Meria) y en medio una ciudad (Hora). Nada más. Entre los tres puntos se cuenta una única carretera que recorre toda la isla en 11 kilómetros de asfalto. Hay un médico, un taxista, una discoteca, un faro, un camping, un puerto, un árbol platanero... todo es único en este paraíso del Egeo donde el burro sigue siendo el tractor principal. Más cifras: la isla, con sus 667 habitantes y ningún semáforo, mide 32 kilómetros cuadrados, el tamaño justo y adecuado para que el mar sea omnipresente. Empleada en el pasado como isla-presidio para la discordancia política griega, su punto más mágico es el estrecho espinazo central de la isla, donde el mar se despliega a ambos lados de la carretera con un silencio de cancela apenas roto por el oleaje mudo. Y sin embargo, en tan reducido escenario, Folegandros concentra toda una civilización en miniatura. Y encima griega. La isla demuestra que no se precisa de grandezas para reunir en un mismo espacio el hedonismo, lo epicúreo y otros grandes inventos griegos. Para empezar, la catarsis es posible después de sumergirse en cualquiera de sus playas, con aguas de un turquesa irreal que parece de Photoshop. Después, en la aldea se puede gozar del significado exacto de la palabra anfitrión tras un banquete de pasta local matsata servido en mitad de una tienda de ultramarinos por señoras de riguroso negro. Y ya de noche, en la ciudad, uno puede degustar alguno de los más de 76 cócteles que preparan con mimo divino en el animado café bar Greco, la ambrosía en todas sus acepciones. Para hacer Folegandros más propio, lo mejor es apuntarse el primer día al boat-tour que rodea la isla en una excursión de seis horas con parada para cinco baños, comida a bordo y brindis final en alta mar (28 euros). La navegación es tranquila, sobre mar liso, y la barca lame la isla a escasa distancia de una pared de 400 metros donde se muestran arriba las casitas blancas de la ciudad de Hora. Su recoleto castro medieval veneciano, lleno de plazas laberínticas, está salpicado de tabernas con terrazas ideales para practicar el paso de las horas acompañados por el runrún de conversaciones griegas y el cla cla del sonido del juego de las damas. Una vez con el mapa en la cabeza, queda recorrer la isla por su interior. Lo mejor es alquilar un escúter (12 euros por día) y aproximarse hasta las calas más remotas. Está la pedregosa Livadaki para quienes calcen pies de faquir, o la salvaje Serfiotiko con su bosque de tamarindos, o la nudista Agios Nikolaos con su chiringuito de aires fellinianos. La mayoría tienen como acceso final un trekking a pie de unos 30 minutos, lo que asegura cierta tranquilidad. Ahí no llegan ni Vicente ni su gente. Pero quizá el mayor puntazo de la isla sean sus aguas, de una amabilidad excelsa y con la salinidad justa para flotar de muerto sin mover un dedo. Y de nuevo, el placer de esa inacción resulta mucho más practicable si se acude a destiempo, cuando la temperatura del mar no es la sopa de agosto. En primavera o final de verano, la agradable frescura del agua permite zambullirse durante horas sin mayor neopreno que la epidermis. Armado de gafas y aletas, se puede practicar con tremendo gozo ese placer tan embrionario llamado snorkel y retomar por unos instantes nuestros primeros latidos al convertir el Mediterráneo en una enorme placenta donde uno se queda a solas, sumergido, únicamente acompañado de su propia respiración.
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  • Folegandros, en el archipiélago griego de las Cícladas, llama a los amantes del viaje a destiempo. Calas remotas, despertares de otra época y un banquete en el ultramarinos. La felicidad es un escúter, la toalla al cuello y una carretera con el mar a ambos lados
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  • La isla del fin de verano
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