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  • La imagen tópica que se tiene de Valencia es la de una tierra de naranjos, arrozales y playas donde se torran alegres multitudes, pero Sesga, que es un pueblo tan valenciano como Cullera o Gandía, está plantado a 1.160 metros de altura en un monte de sabinas retorcidas y la única multitud que en él se adivina es un rebaño de ovejas que pasa por la calle principal, de tierra elemental, fagocitando al octogenario Fermín Luz, uno de los últimos ocho habitantes del lugar. Fermín es valenciano, sí, mas ignora la lengua de Ausiàs March, y las únicas playas que ha visto nunca son las de Ibiza, donde hizo la mili cuando reinaba Carolo. Armado con unas llaves como rejones, Fermín nos enseña el horno, la barbería y la escuela donde cocían el pan, se rasuraban y mandaban a desasnar a sus hijos los casi cuatrocientos vecinos que eran antaño. Todo ello, pulcramente restaurado gracias a un plan de dinamización turística que (mucho nos tememos) ha llegado demasiado tarde para Sesga, como llegaron la electricidad y el teléfono, ya en 1986. Sesga es una de las 17 poblaciones que sobreviven, más o menos afantasmadas, en el Rincón de Ademuz, un pedazo de Valencia que los avatares de la historia dejaron aislado entre las provincias de Cuenca y Teruel; y lo de aislado no es un decir, pues no tuvo comunicación directa por carretera con la capital de la región hasta los años sesenta del pasado siglo. Un pedazo de Valencia solitario, áspero y alto -aquí está el techo de la Comunidad, el pico Calderón, de 1.838 metros- donde, en lugar de naranjos, hay manzanos a patadas; en vez de suaves inviernos, nevadas de un metro; y en lugar de apartamentos en primera línea de playa, casitas que se apiñan, unas sobre otras, en las pinas laderas de los barrancos formando pueblos-escalera como Castielfabib o la capital del enclave, Ademuz, los cuales recuerdan, si se miran con cariño, a Albarracín. Con la turolense sierra de Albarracín, además de ciertas semejanzas paisajísticas y arquitectónicas, el Rincón de Ademuz tiene en común las aguas, pues el Guadalaviar de allí es el que aquí, y en toda Valencia, llaman Turia. Río que corre de norte a sur partiendo en dos el enclave y que, con sus afluentes el Ebrón y el Bohílgues, dibuja un verde tridente en estos pálidos y resecos páramos de roca caliza. Ese verdor es particularmente llamativo en el caso del río Bohílgues, el cual, justo antes de que se lo beba el Turia, surca durante cinco kilómetros un cañón rebosante de chopos, alisos, fresnos, plantas trepadoras y cascadas, que no recuerda ni a Valencia, ni a Teruel, ni a Cuenca, sino a algún acuático paraje norteño habitado por mouras, xanas, anjanas o fadas. Para verlo, está el sendero PR-V 131.6, que arranca en la misma localidad de Ademuz, junto al molino de la Villa, una aceña del siglo XIII rehabilitada como Centro de Interpretación del Agua. Además, allí al lado, hay un bonito lavadero, éste del XVIII, que se nutre de la fuente Vieja. Y, completando el cuadro etnográfico, hay un carro triste y solitario, sin aparejos, como el que robaron hace 40 años a Manolo Escobar. Río arriba Bien señalizada con letreros de madera y trazos de pintura blanca y amarilla, la senda invita a avanzar río arriba por la margen contraria a la del molino, entre ordenadas alamedas, corpulentos nogales y huertos donde en otoño tientan al paseante las manzanas esperiegas y las normandas, las ricardas y las comadres, las garcías y las miguelas. En estos primeros hectómetros se pasa también junto a la fuente del Tío Juan Manzano y, tras cambiar momentáneamente de orilla, por una pontezuela de cemento, junto a una antigua fábrica de luz que ya no fabrica, y es lástima, más que telarañas. A los 20 minutos del inicio, no más cruzar otro puente -segundo y último del recorrido-, se llega a un estrechamiento evidente del valle: es la hoz del Bohílgues, donde el río que acaba de verse manso y servicial, lamiendo los muros de fábricas y molinos, brinca y berrea como un salvaje, encajonado entre cantiles tapizados de hiedra, rubia, zarzamora, nueza y madreselva. A partir de aquí hay que andar atentos para descubrir, a través de la espesura, una cascada de cuatro metros de altura que cae a plomo sobre una poza de 15 de diámetro, con aguas de un color verde inaudito, que parecen tratadas con Photoshop. El hallazgo acontece al cumplirse, poco más o menos, 50 minutos de marcha. Diez después, se ve otra poza grandecita al pie de otro salto, éste una sedosa cola de caballo. Lo que no se ve es gente. Menos que en Sesga, que ya es decir. Otros diez minutos y la senda sale, zigzagueando cuesta arriba, al paraje de la Veguilla, desde donde una ancha pista de tierra conduce al caminante, de nuevo entre huertos, choperas y nogales, hasta Vallanca (una hora y media en total, sin contar paradas). Vallanca es otro pueblo solitario -las estadísticas hablan de 170 vecinos, pero deben de ser invisibles-, de casas de piedra tosca que se amontonan en la escarpada ladera del cañón, con pasadizos, costanillas y cuevas que le dan un aire troglodita. Nada que ver con la blanca, radiante y estilizada Valencia de Calatrava. Ni falta que hace.
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  • 20090926
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  • Manzanas en vez de naranjas, pueblos de ocho vecinos y cañones selváticos en el Rincón de Ademuz, un bonito enclave aislado entre Cuenca y Teruel
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  • Donde Valencia se sale del mapa
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