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  • Dos niñas vivían en una gran mansión blanca. Una dormía bajo un dosel y su travesura favorita era lanzarse sobre bandejas de plata escaleras (de mármol) abajo. La otra dormía en un catre, los muelles clavándosele en las costillas, y ayudaba a subir las bandejas de plata por estrechas escaleras (de madera). Su mayor travesura: asomarse, por una puerta entreabierta, para contemplar los vestidos de las elegantes damas y soñar que ella también podía ser princesa. La primera niña se apellidaba Vanderbilt; la segunda era hija de una cocinera de The Breakers. Cornelius Vanderbilt II mandó construir esta cabaña de verano de 70 habitaciones en 1893. Sería la más lujosa de las muchas mansiones de Newport, Rhode Island, el lugar de recreo, y capital social, de los industriales y banqueros de Boston y Nueva York. Las grandes fortunas estadounidenses se fraguaron entre el final de la guerra de secesión y los años veinte. En ese paréntesis, de 1865 a 1920, que vio nacer Wall Street y la palabra 'millonario', se bautizó la era dorada, a raíz de la primera novela de Mark Twain, The gilded age (La era bañada en oro). Los capitalistas eran la nueva aristocracia y, como reyes del dinero, necesitaban palacios. The Breakers es la quintaesencia arquitectónica de la era dorada. Por fuera es un poderoso palazzo neorrenacentista, proyectado por Richard Morris Hunt, padre del estilo beaux arts en Norteamérica. Por dentro... no hay palabras. Opulencia se queda corta. De la cascada del hall a los techos, que emulan a los de la Ópera de París. Habitaciones enteras fueron creadas en Europa y transportadas en barco hasta Rhode Island; incluida una gigantesca chimenea de piedra de un chateau francés del siglo XV. La sala de billar es una terma romana con mosaicos de alabastro y hay paños de platino adornando las paredes de la sala de música. Contaba con la tecnología más puntera del momento: calefacción, electricidad, ascensor hidráulico... Estos reyes no tendrían sangre azul, pero derrochaban modernidad: en las sobrepuertas, los angelotes tallados no sujetan liras, sino vías de tren y máquinas de vapor. Lo mejor de la mansión no es, sin embargo, el jolgorio versallesco, sino las bambalinas. La pasada primavera se abrió a los turistas la parte de la casa usada exclusivamente por el servicio, y un nuevo audiotour recorre el edificio subrayando la doble vida que en ella se desarrollaba. La grabación, un magnífico reportaje, recoge testimonios de sus inquilinos, como las dos niñas del principio, que tenían hogares bien distintos aun viviendo bajo el mismo techo. Unos 300.000 visitantes anuales aprenden así que para calentar la bañera de mármol macizo, alguien tenía que llenarla hasta cuatro veces de agua hirviendo. Cada vez que las señoras de la casa escogían sus (hasta cuatro) modelitos diarios, tenían que ser recuperados de pesados baúles por apuestos lacayos (sólo contrataba a hombres altos, que rellenasen bien el uniforme). La historia de los 40 miembros del servicio es tan interesante como la de los Vanderbilt, y ambas se cruzan muy pocas veces: la casa se diseñó para que la familia no viese a los criados más de lo necesario. Incluso la playa estaba dividida entre ricos y pobres. The Breakers, como las mejores mansiones de Bellvue Avenue, tiene vistas del océano. La cornisa rocosa ofrece un paseo de cinco kilómetros (Cliff Walk); a un lado, el mar; al otro, una secuencia de hogares desmedidos que parecen sacados de La edad de la inocencia (su autora, Edith Wharton, vivió aquí). The Elms, construida por el magnate de la minería Edward Julius Berwind en 1901, contiene una apabullante colección de cerámicas renacentistas, pinturas francesas del XVIII y jades orientales, pero también enseña la cocina, la caldera y la bodega a la que sólo bajaba el servicio. En el perfecto césped de Chateau-sur-Mer se celebró en 1889 un pic-nic de 2.000 invitados para la puesta de largo de miss Edith Wetmore, hija del senador y coleccionista George Peabody Wetmore. Una pagoda en el jardín Marble House se construyó a semejanza del Pequeño Trianon de Versalles por la enorme suma de 11 millones de dólares de 1888 (empleó a 300 artesanos europeos). Fue un regalo de William K. Vanderbilt (hermano de Cornelius) a su esposa Alva por su 39º cumpleaños; lo cual no evitó que ésta se divorciase de él tres años más tarde. Cuando enviudó de su segundo esposo, Alva regresó a la mansión y mandó construir una excéntrica pagoda en el jardín. Alva era relativamente nueva en este mundo de adinerados (el primer Vanderbilt, un granjero holandés, emigró en 1650 con un contrato de sirviente), y la ubicación de Marble House era una declaración de intenciones: justo al lado de Astor's Beechwood, la mansión de la reina del dinero viejo, Caroline Webster Schermerhorn Astor. "La señora Astor", como se hacía llamar, descendía de los primeros colonos llegados a Nueva York y creó la exclusiva lista de los 400: aquellas familias que merecían ser llamadas "alta sociedad neoyorquina". Los Vanderbilt no estaban entre ellos. Alva nunca perdonó la ofensa. Su venganza: construir, jardín con jardín, una mansión mucho más opulenta (y cinco veces más cara) que la de la señora Astor. Aun así, el caserón de los Astor no está nada mal. Hasta enero de 2010 ofrecía la mejor visita de Newport, una suerte de teatrillo en el que actores disfrazados de sirvientes y señores se negaban a hablarte fuera de personaje. "¿Cuánto paga a sus sirvientes, señora Astor?". "Las damas sólo hablamos del tiempo o los deportes, querida", te contestaba altiva. La mansión lleva un mes cerrada. La han vendido por líos de dinero y abogados. Los mismos que acucian a la saga Astor, protagonista de un reciente culebrón en el que los hijos saquean a sus ancianas madres. Como apuntaba Mark Twain, no es oro todo lo que reluce.
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  • En Newport, las mansiones de los Vanderbilt o los Astor permanecen congeladas en la edad dorada
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  • Palacios 'made in USA'
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