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  • En Cuba a uno le invade una rara tristeza gozosa, una sensación de estar en casa y lejos porque su gente y paisaje entran por la retina y te colocan su postal ajada en el centro mismo del corazón. Cuba habita otra época, pero cerca, y uno ya lo adivina en cuanto pisa La Habana con su bullicio, sus tendales y plazas y toda su parafernalia barroca de ciudad española, pero con voz y olor a Caribe y con un desgaste que no es tanto de tiempo como de circunstancia. Si usted viaja a La Habana, alquile un coche por unos días para conocer el centro de la isla, donde las ciudades y los largos campos de ingenios le llevarán a la época colonial del auge azucarero. Tome la dirección a Cienfuegos por la carretera Central, que recorre la isla de una p que recorre la isla de una punta a otra con poco tráfico: una vía ancha y recta, sin carriles, donde además de baches tendrá que sortear tractores, carros de mulas, vendedores que invaden la calzada y, por supuesto, los autos de los años cincuenta que ya habrá admirado en La Habana. También tendrá que detenerse cada vez que las vías del ferrocarril atraviesen la carretera. En los desvíos y cruces siempre hay personas que le pedirán llevarlas en algún trayecto, porque las líneas de autobús entre poblaciones son escasas, lentas y poco asequibles para la economía popular, y ésta será una buena forma de intimar con la isla y de llegar a su destino, ya que las indicaciones también escasean. Todo el camino le acompañarán los paneles que recuerdan pertinaces el espíritu de la revolución. Cienfuegos La primera población a visitar es Cienfuegos, sorprendente por el clasicismo de sus edificios y por el recto trazado de calles y avenidas numeradas. Fundada en el siglo XIX por cincuenta familias francesas, tiene incluso su Arco de Triunfo en el parque Martí. Por el paseo del Prado se llega hasta Punta Gorda y el fastuoso Palacio del Valle, la casa de un rico hacendado que murió de infarto por una caída bursátil a los dos años de construirla, y que acabó siendo vendida a Batista para convertirse en casino. Desde aquí, para llegar a Trinidad por el interior, la carretera bordea la Sierra del Escambray por escenarios deprimidos entre Cumanayagua y Manicaragua, y está tan deteriorada que en algunos tramos literalmente desaparece. Ésta no es la mejor ruta, a menos que, como puede ocurrir, haya recogido a algún pasajero que no tenga otro medio de llegar a una aldea. Trinidad Trinidad merecería por sí sola la visita a la isla. Sus calles empedradas de cantos, sus casas coloniales de colores con altas ventanas enrejadas y techos de teja permanecen aún en el tiempo en que la llamada Bella Durmiente de Cuba era una de las principales productoras de azúcar gracias al trabajo de los esclavos africanos que procuraba el Real Asiento de Negros, cuyos descendientes habitan hoy la ciudad. En muchas de estas casas se puede dormir por buen precio y disfrutar del desayuno en el vergel de sus patios interiores tras los arcos de la sala principal; los dueños le tratarán como un amigo mientras le enseñan retratos familiares, antiguos libros o aparatos de radio, y le hablan del pasado. Aquí, sin darse cuenta, uno callejea sin descanso emborrachado por algún hechizo; tómese un cóctel de ron y miel o bien un guarapo, el delicioso jugo de caña, en la taberna La Canchánchara, en un edificio renacentista, o si prefiere una cerveza fría, en el patio de la Casa de la Trova, donde quizá esté tocando alguna bunga. Bajo la luna, en las escalinatas junto a la parroquial mayor, seguro que disfruta de otra actuación sentado en un peldaño de piedra con su mojito en la mano; no se deje vencer por el pudor cuando vea los giros de algunas parejas y arránquese a bailar antes de que amanezca. Sancti Spíritus A unos pocos kilómetros de Trinidad, salpicado de palmeras, se extiende el fértil valle de los Ingenios, donde puede visitar la hacienda Manaca Iznaga, en la que trabajaron más de 350 esclavos, y que conserva la gran casa, los barracones y un alto campanario cuadrado. Entrará en Sancti Spíritus cruzando el puente sobre el río Yayabo, que es el único con arcos abovedados de toda la isla. Ésta es la cuarta villa que fundaron los españoles en el siglo XVI, y la planta de su parroquial mayor, del XVII, copia la de la iglesia de Villa de Alcor en Huelva. Para ir a Santa Clara, en vez de volver por la autovía central, suba hacia la costa y pase por Chambas, una reducida versión colonial de tono pastel y aspecto cándido. Desde allí, la carretera surca los prados sorteando árboles frondosos, con orgullosos jinetes al trote en la cuneta, familias en carros y tractores, aldeas con casas de tablones coloreados y techumbre de paja. De vez en cuando, una valla limita un centro de producción agrícola con una sentencia que glorifica el sacrificio del trabajo, el valor de la estirpe campesina. Al llegar a la costa, si aún le quedan días para ver más Cuba, puede cruzar a los cayos del archipiélago de Sabana desde Caibarién. Pero si continúa a Santa Clara, deténgase en Remedios y almuerce en el café El Louvre, remozado con el mismo aspecto que tenía hace dos siglos. Santa Clara A Santa Clara le llaman la ciudad del Che porque en ella se libró en 1958 la batalla que supuso el triunfo de la revolución. En la enorme plaza del parque Leoncio Vidal verá el continuo tránsito de personas y bicicletas, los puestos de flores o de comida con sombrillas de colores donde hacen cola estudiantes de uniforme, y los edificios de la Biblioteca Martí, el Palacio Provincial, ocupado por el Instituto de Segunda Enseñanza y el Museo de Artes Decorativas, que es todo azul y amarillo. Dicen que la isla de Cuba tiene forma de cocodrilo. Al partir, le parecerá que queda flotando en su tiempo sobre el Caribe como un gran animal varado, con su gente, esperando. Sobre todo, se acordará de su gente.
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  • Un viaje en coche de La Habana al centro de la isla caribeña
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