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  • Bajo la perspectiva que proporcionan varias décadas de trabajo, la figura de Manolo de la Osa se ha agigantado hasta convertirse en un personaje clave en el proceso de evolución de la cocina española contemporánea. Afable, sensible y con enorme talento, desde que comenzó a destacar en el mundillo gastronómico ha constituido uno de los eslabones estratégicos entre la doctrina tradicional y la vanguardia de altos vuelos. Su papel ha sido siempre el de un clásico contemporáneo. Un depositario de sabores olvidados que ha desarrollado su creatividad sobre la base de recetas y productos de la despensa manchega. Técnica y raíces con un sentido innato del equilibrio. Y, también, genialidad y sabiduría unidas a bajones profesionales que a intervalos han hecho temer por la regularidad de su trayectoria. Justo ahora, tras la salida de Ertlanz, su segundo de cocina, profesional que ha contribuido a consolidar una etapa fructífera, cuando faltan pocos días para la inauguración de la cafetería y el restaurante del nuevo museo de Cuenca, Ars Natura, que dirigirá de forma directa, De la Osa atraviesa un periodo culinariamente ambiguo, salpicado de interrogantes y aciertos. Quienes aceptan las sorpresas que comporta su menú degustación se tropiezan con platos reconfortantes junto a otros que hacen añorar una vuelta radical a sus raíces. Ni los embutidos cortados en bastoncitos ni el salmón semicurado con ciruelas encurtidas que se ofrecen para abrir boca están a la altura esperable. Nada que ver con las gambas con jugo yodado y granizado de manzana, entrante serio, que deja en evidencia su capacidad para pisar muy alto. "Me considero más en forma que nunca. Intento hacer una cocina sana y ligera, que se digiera bien y divierta", asegura el patrón de la casa. Perdiz gelatinizada Tampoco la propuesta que sigue, un caldo de perdiz gelatinizado en copa de Dry Martini con anguila y huevas de arenque, que rememora su famosa sopa fría de ajo, denota armonía entre los ingredientes, dominados por la presencia preponderante de la yema de huevo. Por el contrario, sus cromáticos dibujos de crema de piñones con tierras de café y regaliz, brotes verdes y shiso rojo constituyen una composición acertada a pesar de que la trufa pase inadvertida. Y como contrapunto, un extraño ajoarriero ahumado de ostras con guisantitos, jugo de perejil y ajo negro, en el que la indefinición se apodera del plato. En las sugerencias que siguen no convence su minibodegón de lomitos de liebre y setas con un caldo antológico de su propio civet, en el que la potencia rústica de la salvia anula la fragancia de las lascas de trufa, y no parece lógico que una insípida ventresca de trucha nórdica, con habas, calamares y espárragos trigueros tenga enjundia para formar parte de sus especialidades. Tan sólo cuando los sabores de la tierra emergen con fuerza, la inconsistencia deja paso a la sensatez que le caracteriza. Es suculenta la ensalada de caza con alubias al azafrán, acelgas rojas y lentejas; espectacular la crema de patata con setas y papada de cerdo y particularmente elegantes el pichón asado y el lomo de ciervo con cerezas, sin ningún regusto a bravío. Al final, con el capítulo dulce (transparencia de melón con yogur; té con leche y especias) queda al descubierto su elegancia. Lástima que el pan, hecho en la casa, desmerezca tanto de la comida.
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  • Las Rejas, en Las Pedroñeras, una experiencia gastronómica envuelta en un menú degustación reconfortante
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  • Con el toque de Manolo de la Osa
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