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A pesar de que se define como un restaurante armenio, en el estilo de sus especialidades se reconocen sabores libaneses, iraníes y turcos. Platos que evocan los gustos especiados y a veces algo picantes de Oriente Medio. Sugerencias bastante finas que no se localizan con facilidad en otros lugares. Un gran trabajo cotidiano de su propietario Álvaro Cano Hamparzoumian, armenio por vía materna.
En la relación de entrantes, acaparados por los vegetales, se concentran algunos de sus mejores logros. Después de abrir boca con las aceitunas agridulces, llega el hummus (crema de garbanzos aderezada con pasta tahini de sésamo), imprescindible, cuya intensidad se acentúa en compañía de un puré de granadas con frutos secos (nueces). No menos acertado resulta el tabule, ensalada de perejil con cuscús y tomatitos, bien aliñada y de una autenticidad reconfortante. Igual de fino que las hojas de parra rellenas de arroz (dolmas), o los corazones de alcachofas con cebollitas caramelizadas.
Los platos de más peso los acapara el cordero en distintas versiones. Es aceptable el shish kebab, brocheta de carne con un arroz pilaf a la mantequilla, y pasa sin pena ni gloria el kebab alepo, pincho de cordero picado con una salsa roja suavemente picante. Más garantías ofrece la musaka, excelente. Como complemento, un gran pan de pita, y para concluir, algunos pastelitos hojaldrados (baklawa) que no pasan de discretos, además de un té árabe mejorable.
Lamentablemente, el servicio es de andar por casa, la carta de vinos carece de relevancia y, como las raciones no son abundantes, las facturas pueden resultar elevadas (40 o 45 euros por comensal). Aun así, merece la pena.
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