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  • Todos los sábados, Núria Santesmases coge el primer tren que sale de Lleida con destino a La Pobla de Segur para ir a ver a su amor, que es medio platónico, pues la separan de él 89,35 kilómetros, 41 túneles, 31 puentes, 21 pasos a nivel y 17 estaciones. Para alguien de 18 años, casi dos horas, que es lo que dura este trayecto, son casi dos siglos, una cruel eternidad que Núria mitiga escribiendo en el ordenador portátil un trabajo para su carrera de Magisterio, hablando por el móvil entre túnel y túnel y explicándole al único otro viajero del vagón (ocho pasajeros en total, como en la nave Nostromo de Alien) los detalles del plan de Bolonia, que al único otro viajero del vagón, universitario viejo, se le antojan más enrevesados que los congostos del Montsec. Viendo a Núria, jovencísima y bullidora, a uno le da por pensar que es el complemento necesario, el reverso dinámico y luminoso que el enigmático universo ha adjudicado a esta antigualla diésel que circula a 40 kilómetros por hora por la orilla salvaje del Segre y el Noguera Pallaresa, y que el día no muy lejano en que aquélla se saque el carné de conducir, el Tren de los Lagos desaparecerá, y los acantilados calcáreos de más de medio kilómetro de altura por los que sólo pasa él se disolverán como terrones de azúcar en el agua de los cuatro embalses que han dado nombre a tan insólita línea. La idea, no menos ambiciosa y disparatada que muchos otros proyectos ferroviarios del dictador Primo de Rivera, era unir Andalucía oriental con Francia pasando por Lleida. Luego se redujo a unir sólo Lleida con Francia, y, por último, la cruda realidad hizo que la línea no pasara de La Pobla de Segur, que no es Francia, pero ha dado dos ministros (Cortina Mauri y Josep Borrell) y un gran futbolista (Carles Puyol), lo cual no está nada mal para un municipio pirenaico de 3.169 almas. Hoy es una línea sin electrificar, con poco presupuesto y menos pasajeros, que sobrevive misteriosamente en manos de Ferrocarrils de la Generalitat, ofreciendo ocho trenes diarios hasta Balaguer y sólo tres hasta La Pobla. Trenes que, algunos días señalados de mayo a octubre, son acarreados por una locomotora a vapor, la Garrafeta, acentuando más si cabe el anacronismo de un ferrocarril que comparte estación en Lleida con el reluciente AVE. Los primeros 30 kilómetros, hasta Balaguer, el tren corre (es un decir) por la Plana del Segre, una llanura poblada de frutales que al atardecer, cuando los melocotoneros fingen un millón de soles, es cuando más bella está. De esa opinión era Josep Pla. Mas enseguida acaba lo bueno y empieza lo mejor: tras rebasar Gerb, se bordea el primer embalse del recorrido, el de Sant Llorenç de Montgai, y se atraviesa el primer y más largo túnel, el cual agujerea a lo largo de 3,5 kilómetros la roca rojiza de una montaña que, por eso mismo, se llama de Mont Roig, y a cuyos pies se casan, en una dramática garganta, el Segre y el Noguera Pallaresa. El viaje continúa por la ribera occidental del Noguera Pallaresa, que a la salida del túnel aparece represado en el embalse de Camarasa, un espejo de 20 kilómetros en el que se miran la Baronía de Sant Oïsme y la estación de Àger. La Baronía es como un pueblo de nacimiento, del que sólo se puede hablar en diminutivo: castillete del siglo XI, iglesuela románica con torrecilla de aire lombardo y cuatro casitas colgadas sobre el abismo acuático. Y Àger, un lugar al que merece la pena volver otro día en coche, porque la estación queda a nueve kilómetros, para disfrutar de su paz divina (otra vez Pla), de sus callejuelas hechas un ovillo a la sombra de la colegiata milenaria y de sus cielos impolutos, que por algo han instalado aquí el Parque Astronómico del Montsec. Niebla mañanera Poco cielo se ve, en cambio, cuando el tren enfila el desfiladero de Terradets, un tajo de 600 metros que el Noguera Pallaresa ha abierto, como si sus aguas turquesas fuesen ácido clorhídrico, en la mole caliza del Montsec. Al otro lado se descubre el embalse de Cellers, orlado de carrizales y nieblas mañaneras que lo hacen parecer un lago de verdad. Y nada más pasar Tremp, el de Sant Antoni, que es el segundo mayor embalse de Cataluña, después del de Rialb, con una presa que cuando se levantó en 1916 era la más grande de Europa. En verano se llena de bañistas y de pedalós. En invierno, sus aguas cortan como una sierra radial y no se ve un alma. Esas aguas, a veces multitudinarias y a veces desiertas, son las que bañan Salàs de Pallars, un pueblo que en su día tuvo una feria de ganado importantísima, a la que venían tratantes de toda España a comprar las robustas mulas catalanas, y que hoy se ha librado por los pelos del olvido y la soledad gracias al instinto de hormiga de Xisco Farras. Sin que nadie se explique cómo, este profesor de instituto ha ido adquiriendo, rehabilitando y ambientando con miles de artículos antiguos cinco botigues o tiendas-museo (barbería, farmacia, estanco, bar y ultramarinos) en distintos lugares del pueblo; tiendas en las que el estupefacto visitante puede encontrar de todo, desde el "supermasaje" Barça, un after-shave "científicamente vitaminado" de los tiempos de Kubala, hasta la primera fregona, marca Rodex, que España regaló al mundo en 1958. La Pobla de Segur, final de trayecto, tiene un complejo modernista deslumbrante, Casa Mauri, con mansión torreada y molino de aceite, que hizo para solazarse en verano no el ministro de ese apellido, sino el constructor Ramón Mauri i Arnalot. También hay, allende el río, un museo dedicado a los raiers, los hombres que sabían bajar por estos rápidos gobernando una cáfila de pinos negros y abetos. Cuesta no ver cierto paralelismo entre aquellos trenes flotantes que descarrilaron al construirse las presas y este tren nostálgico que hoy se arrastra con su último aliento por la orilla de esos mismos embalses. Entre el río de las aguas y el río del tiempo, que a todos nos lleva y que todo lo deshace, hasta las más duras piedras.
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  • El Tren de los Lagos en Lleida surca las orillas del Segre y el Noguera Pallaresa
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  • Raíles para románticos
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