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  • Llegar a Harar, al este de Etiopía, al anochecer, no tranquiliza precisamente al viajero. Es la hora en la que salen a pasear las hienas que rondan los más de tres kilómetros de muralla que protegen la ciudad antigua. La Ciudad de las Hienas se la ha llamado, pero desde el siglo XVI sus habitantes están a salvo de los oromos, tribus provenientes de Kenia, los cristianos coptos etíopes, los leones y las panteras que abundaban por la comarca. Sólo quedan las hienas extramuros y el dédalo de callejuelas de la medina por las que pasean unos pocos turistas atípicos. Las cinco puertas de la muralla ya no se cierran herméticamente al atardecer. Harar Jugol fue fundada en 1520 por el emir Bakr, y el número de mezquitas construidas en la medina ronda el centenar, y otros tantos santuarios y enterramientos de hombres santos islámicos. Está considerada la cuarta ciudad santa del islam (sirvió de refugio a la hija de Mahoma), y gracias a sus murallas fue declarada patrimonio de la humanidad en 2006. Risitas siniestras Sin embargo, extramuros, las hienas siguen merodeando. No hay más que salir por la puerta de Assum con un guía local que, en unos minutos en coche, conducirá al viajero hasta el hiena man, el hombre hiena. La costumbre nació a finales del XIX durante una hambruna. Algunos salían a dar de comer a las hienas en época de bonanza para que éstas no atacaran al hombre en tiempos de escasez. A la luz de los faros vemos a un hombre sentado con una lata llena de trozos de carne. Enseguida, la luz ilumina decenas de ojos rojos que se acercan al tipo, Jusuf. Son las hienas, con sus risitas siniestras. Jusuf, sentado en cuclillas, pone en la punta de un palito un cacho de carne mientras sostiene entre sus dientes el otro extremo del palito. La hiena obtiene su recompensa y arranca de una dentellada la carne. Las hienas están hambrientas y tienen a su alcance la comida. El hombre hiena las conoce y les ha puesto nombres a algunas. Las mantiene a raya con gritos, será el lenguaje de estos predadores. Después ofrece el palito para que alguno de sus visitantes le imite. Todos se echan atrás, menos el viajero, un insensato. Acepta el reto, pero sólo se atreve a coger el palito con la mano. Dicen que las hienas son tímidas, pero en manada y hambrientas pueden atacar y devorar a grandes predadores, como los leones. Las hienas rodean al incauto con su palito en espera de su cena. Primero lo hace con tiento, pero enseguida se anima: ofrece un bocado a una hiena y cuando ésta lo va a atrapar, lo levanta y el animal da una dentellada al aire. El insensato le da luego el bocado a otra compañera. Tiene la sensación de estar jugando con caniches enanos, pero no lo son. Las hienas no tienen sentido lúdico y empiezan a impacientarse con el jueguecito. El viajero recupera su cordura y devuelve el palito a quien sabe dominarlas. Cervezas a la africana En las callejuelas se abren diminutas tiendas que venden desde hojas de afeitar hasta comida o chicles. Todo lo demás es oscuridad, excepto las luces que salen de las casas con las puertas abiertas y señoras cocinando en la puerta. Los bares son visitados por mendigos, mancos, cojos, un niño que intenta vender algún huevo... Sólo un ciego se pasea entre las mesas y desaparece sin mediar palabra y se va con la mano llena de birrs. Extramuros, el viajero pide a un taxista que le lleve al San Sun, un local que le han recomendado. Está abarrotado de gente joven y suena pop anglosajón, bailan mirándose en los espejos que forran las paredes, pero, cuando cambia el tercio y ponen grandes éxitos etíopes, los parroquianos, más ellos que ellas, se desmelenan y acentúan los quiebros de muñecas y caderas. La superficie de las mesas es invisible, de tanta jarra de cerveza como se amontona. Un harari dice que con tres cervezas de estas el pedal es descomunal. Lo cual en la cuarta ciudad santa del islam y con un 75% de musulmanes no deja de resultar curioso. De día todo es diferente, los mercaderes exhiben sus telas en la calle principal, las mujeres venden chat, una droga local de gran éxito en el Cuerno de África y en la península arábiga, y la ciudad se llena de mercados: el cristiano; el somalí, con objetos de contrabando; el árabe... Si el viajero tiene suerte de visitar el frescor de una casa harari, con mesetas en las que se sientan las familias según su situación, tendrá suerte. Sólo le queda recordar dos leyendas: Richard Burton, el primer cristiano en pisar Harar y salir con vida, y Arthur Rimbaud, el poeta prodigio francés que no escribió un solo verso en Harar.
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  • Diario El País S.L.
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  • La osadía del hombre hiena
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