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  • He cruzado más de diez mil millas de aguas cubiertas de neblina en mi pequeño bote de vela, oyendo el murmullo del agua y el travieso chapotear de los peces. He purificado así mi corazón, privándole de todo deseo de fama o riqueza, complaciéndome únicamente en la estilizada belleza de las espadañas y de los juncales". De esta manera nos invita a navegar un antiguo poema chino. Quien desee experimentar algo parecido, pero sustituyendo las frágiles espadañas por sublimes rocas, no tendrá que viajar tan lejos. El estrecho de Gibraltar es uno de los lugares más especiales de la Tierra. Habrá, por ejemplo, que alquilar un velero en Sotogrande, puerto deportivo entre La Línea y Estepona, y dejarlo atrás para salir al mar. Se abrirá ante nosotros la amplia bahía que termina en el peñón de Gibraltar, el cual se eleva como un gigantesco animal prehistórico al borde de las aguas. Desde nuestra perspectiva veremos una montaña que se levanta justo detrás. Pero se trata del otro lado del Estrecho, el monte Hacho de Ceuta y el imponente Jebel Musa, separados de la costa española por unos pocos kilómetros de mar. No es un mar cualquiera. Es el lugar donde intercambian sus aguas el Mediterráneo y el Atlántico, plagado de corrientes, embudo natural para los vientos de levante y de poniente que llegan a velocidades huracanadas, surcado por buques como edificios que suelen fondear frente a La Línea, Gibraltar o Algeciras; recorrido por distintas especies de cetáceos y aves migratorias; y por viajeros que cruzan de un continente a otro a bordo de lanchas o de ferrys. Los fenicios llamaban al Estrecho las columnas de Melkart; los griegos, de Heracles; los romanos, de Hércules. Non plus ultra. Más allá del Estrecho no había mundo conocido. Jebel Musa Conforme nos alejamos de la costa, imaginamos a Hércules separar con sus brazos un continente de otro; en una palma de la mano, la columna del Peñón; en la otra, el Jebel Musa. Vamos hacia él, recortada frente a África contra el cielo. Con buen viento, tardaremos alrededor de seis horas en alcanzar tierra marroquí. Hacia el centro del Estrecho, las aguas se van picando en un azul más fuerte, el viento aumenta sus nudos y dos parejas de delfines escoltan el barco. Hay quien tiene el viento a favor y puede navegar a placer como señores, sin prisa, sin destino. Los hay que lo llevan en contra y han de ceñirse a él con la necesidad de avanzar o de huir, como rufianes. Es nuestro caso: con el barco escorado, fluimos contra el anochecer. La navegación está prohibida por la noche en el Estrecho y a menudo intervenida por la Guardia Civil. Atracamos en Marina Smir, puerto deportivo marroquí en la llamada ensenada de Ceuta, rodeado de urbanizaciones que apenas violentan un paisaje de sierras boscosas hacia los montes del Rif. La noche desnuda la transparencia del cielo. Arriba, todas las estrellas; abajo, pescado a la plancha y ron en el barco. Por la mañana salimos hacia Cabo Negro, donde los pinares tocan el mar, y visitamos M'diq, pueblo blanco sobre una colina. Entramos suavemente en el puerto mientras van asomando a un lado y a otro barcos de pesca pintados con vivos colores, que esa misma tarde veremos hacerse a la mar trayéndonos la nostalgia de otros tiempos en las costas de Málaga o de Levante. Atún y pez espada El puerto nos envuelve dentro de su concha, ofreciéndonos restaurantes familiares con sopas de pescado, tallines, arroces, atún y pez espada, simétricos a los de la vecina costa española. Después fondeamos frente a la playa del pueblo, disfrutamos de una siesta o de un baño, dejándonos mecer por las aguas hasta que el aire se llena de las llamadas a la oración de las tres mezquitas de M'diq, cuyos alminares se levantan en la orilla. Es el espejo del Mediterráneo. Presente y pasado se miran y se funden. Al regresar, abandonando la costa marroquí, el oleaje se va encrespando en pleno Estrecho y la aleta negra de un calderón corta el azul y la espuma. Navegamos el paso de los cetáceos y el paso cambiante del viento. Enfrente, el peñón de Gibraltar dibuja nuestro entusiasmo de viajar a merced de la naturaleza, faro de una belleza más duradera que las obras humanas. Entramos al puerto de Gibraltar por la profunda bahía de Algeciras, un paisaje con chimeneas contaminantes y espectaculares cargueros que nos hace imaginar el mar de Gotham. Cuando atracamos, la impresión de extrañamiento se refuerza: los marineros, rubios ingleses, nos reciben con acento andaluz. En el muelle, restaurantes con English breakfast y pubs con rebosantes pintas. Hará feliz al caminante un paseo camino de Punta Europa, a lo largo de la antigua calle real de Gibraltar, que baraja edificios coloniales con otros de origen español, entre tiendas de tabaco, licores y electrónica; y descansar en el jardín botánico, enmarañado de trópico, bajo la Roca omnipresente, que va cambiando de color según la hora del día, dorada al atardecer, blanca en la mañana. Para cenar conviene cruzar a La Línea de la Concepción y buscar en la playa de la Atunara una mesa con mantel de papel en el restaurante de los Hermanos Tomillero, donde, junto al añorado vino blanco, podremos tomar las mejores gambas rebozadas del mundo. Las paredes de la Roca no pierden nunca de vista al viajero. Rumbo hacia Sotogrande, cerrando el círculo de nuestra ruta, fondeamos delante de una de las inmensas caras de piedra, en aguas mansas como un lago. Nos bañamos y oímos la inconfundible respiración de un buceador a través de un tubo: la magia del Estrecho nos confunde, nos iguala: es un delfín que se arquea para tomar aire y luego desaparece.
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  • Excursión en velero con escala en Gibraltar, de Sotogrande a la marroquí M'diq y de vuelta al Peñón
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  • El Estrecho, un gran río
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