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  • Amanece. Salgo a la calle, cubierta de hielo. Las casas del pueblo son de piedra y madera, con tejado a dos aguas y humo saliendo de sus chimeneas. En las leñeras, los irregulares troncos están ordenados con tal precisión que no me extrañaría que los lugareños participen en concursos reñidísimos, organizados por el ayuntamiento. Las casas tienen nombre, escrito con esmero en sus fachadas, y ninguna estropea la armonía del conjunto. El valle, recorrido por un riachuelo con lecho pedregoso, es estrecho y alargado, con amplias praderas, rodeado de montañas cubiertas de abetos altos como catedrales. En los claros de sus faldas las construcciones parecen cajitas negras, y los árboles, con los extremos de sus ramas vencidos por la nieve acumulada, forman extensas manchas que recuerdan a una tela jaspeada. Los picos, nevados, se recortan contra el cielo, y la bruma se va deshaciendo, como si la mano de un gigante sensible fuera apartando las telarañas poco a poco, hasta que no quedara otro color que un azul intenso. Echo a caminar. Me cruzo con familias rubicundas y sonrientes que se dirigen hacia los remontes para practicar esquí o snowboard. Hay un silencio plácido, sólo roto por las campanadas de una iglesia. Hasta los coches se deslizan por las calles sin ruido. Hay pequeñas granjas con vacas, burros, caballos y gallinas. Nadie grita. Es una de las pocas veces que puedo utilizar el adjetivo "idílico" para referirme a un lugar sin ser ñoño o exagerado, siendo puramente descriptivo. Estoy en Klosters. Y, sí, hay que reconocerlo. Es idílico. Klosters Klosters se encuentra en el cantón de los Grisones, al sureste de Suiza. Su nombre proviene del alemán, y significa "monasterio", refiriéndose quizá al primero que se fundó en la zona, en el siglo XIII. Es una de las estaciones alpinas de invierno más exclusivas, y uno de sus remontes recibe el nombre del Príncipe Carlos, uno de sus asiduos visitantes. El heredero a la corona británica, conservador hasta la médula, sobre todo en sus gustos arquitectónicos, se sentirá aquí como en casa. Eso sí, la parroquia católica de San José, un interesante edificio de los años sesenta, le hará levantar la ceja. No creo que le agradaran el juego de las alargadas y estrechas ventanas de la fachada, ni la torre, cuyos muros rompen la simetría, formando una especie de espiral. Tampoco la nave principal, con los techos inclinados e irregulares, ni la pila de agua bendita de acero inoxidable, ni los bancos corridos de madera, sencillos y rotundos. Aparte de esta iglesia, en Klosters no hay nada destacable. Un par de estaciones de tren, restaurantes y hoteles, tiendas y una farmacia. Quiero decir, nada destacable aparte de que te encuentras en el paraíso. Necesitaba romper el encantamiento, bajar a la tierra. Me entraron ganas de abordar a un vecino y preguntarle si allí había ocurrido alguna vez algo terrible. Si había habido algún asesino en serie, o algo así. Pero no lo hice. Decidí hacer una excursión. Una excursión en busca de un degenerado. Davos Al día siguiente cogí el tren hacia Davos, situada a unos diez kilómetros. Había tormenta, hacía viento, y la nieve caía en espesos copos, dificultando la visibilidad. Davos, un agradable destino de vacaciones, es la ciudad europea situada a mayor altitud (a más de 1.500 metros), y es conocida por acoger el encuentro del Foro Económico Mundial. Todos los años acuden empresarios, políticos, economistas y demás líderes mundiales para debatir sobre los temas que les preocupan, y la policía, con la inestimable ayuda de las montañas que rodean la ciudad, se ocupa de que no lleguen demasiados militantes antiglobalización con ganas de estropearles el fin de semana. Aquí se encuentra, también, el sanatorio para tuberculosos en el que se inspiró Thomas Mann para La montaña mágica, ahora reconvertido en hotel de lujo. Pero mi objetivo era otro: el museo dedicado a la obra del alemán Ernst Ludwig Kirchner (1880-1938). El museo, un proyecto de los suizos Annete Gigon y Mike Guyer, es un edificio funcional, elegante y luminoso, construido en hormigón, cristal, acero y madera. Kirchner, integrante del grupo expresionista Die Brücke, sufrió varias crisis nerviosas, y acabó retirándose a Davos, donde realizó gran parte de su obra. Aquí se exponen pinturas, tallas de madera inspiradas en África y Oceanía, telares, dibujos y fotografías. A Kirchner, claramente, le interesaban los colores fuertes, la distorsión... y las mujeres. Sus obras son radicales, tensas e inquietantes. En una fotografía mira de frente a la cámara con sus ojos claros, casi acuosos. Es una mirada abismada. El rostro triangular. Los labios sensuales. En 1938, hundido, considerado su arte como degenerado por los nazis, se suicidó. La encargada del museo, muy amable, me indicó cómo llegar en autobús al cementerio en el que está enterrado junto a su pareja. Me bajé en la parada de Islen y me sentí como Cary Grant en Con la muerte en los talones, cuando se encuentra solo en el desierto, en medio de ninguna parte. Nieve. Alguna casa. Crucé la vía de tren y ascendí por un camino que apenas se distinguía. Entreví un muro de piedra y una cancela. Entré. El cementerio, con la nevada, el frío glacial, los inmensos abetos y las lápidas de piedra y de madera con forma de ballesta, parecía de otro mundo. Sólo se oían el viento y el graznido ocasional de algún cuervo. Busqué la tumba de Kirchner, pero no la encontré. Vi, eso sí, las tumbas de unos marqueses, la de una joven llamada Clara Führer, o las de los judíos, en una zona aparte. Al salir, me contenté pensando que, al fin y al cabo, es más literario no encontrar la tumba que buscas. Aterido, me metí en un restaurante, In den Islen, y pedí una sopa caliente. Ahora, una vez constatado que aquí también habían llegado degenerados, podía enfrentarme de nuevo con el idílico Klosters. » Nicolás Casariego es autor de la novela Antón Mallick quiere ser feliz, publicada por Destino.
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  • Refugio del pintor expresionista Kirchner, Davos y la vecina Klosters sobrecogen con su belleza alpina. Suiza, al natural
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  • Y el artista enloqueció
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