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  • "Estamos en una playa". El paleontólogo lo dice muy serio, pero a su alrededor solo hay un páramo de piedras y arbustos y una pequeña carretera en medio de la aridez turolense. Ni rastro de mar en el yacimiento de Las Cerradicas. Pero él insiste. Señala unas líneas claras en la roca bajo sus pies: "Son marcas del oleaje", sentencia divertido. Luis Alcalá, director gerente de la Fundación Conjunto Paleontológico de Teruel Dinópolis, sabe que el lego es suspicaz: "Estamos viendo la vida en el pasado", explica con paciencia, "pero el que no es paleontólogo, ve solo la piedra". Teruel es un territorio ideal para imaginar el pasado. En este secarral cercano a Galve, si uno se acompaña de un paleontólogo, en vez de levísimos agujeros en la roca puede contemplar hasta 180 icnitas, huellas de dinosaurios. Las más interesantes son tres rastros de pequeños carnívoros que se acercan al agua y vuelven. ¿Iban a pescar o a refrescarse?, ¿son de un mismo animal o de varios?, ¿demuestran el gregarismo de la especie?, ¿quedaron fosilizadas en la arena en el mismo momento o con miles de años de diferencia? "La huella nos dice que el animal tenía la cadera a 1,46 metros de altura, pero no por qué iba al mar", explica Alcalá, que se considera una suerte de forense. "Y es eso que no sabemos lo que nos fascina". La fascinación por el mundo que fue y los seres que habitaron Teruel hace millones de años llevó en 2001 al Gobierno de Aragón a crear Dinópolis, un enorme centro paleontológico a medio camino entre un museo científico y un parque de atracciones. Casi una década después, Dinópolis ya ha arrastrado a un millón y medio de visitantes a una capital de 42.000 almas marcada por un eslogan reivindicativo que subrayaba su mera existencia. Teruel no solo existe, sino que estuvo llena de vida desde el jurásico, cuando en sus arrecifes suboceánicos vivían gigantes como el Elasmosaurus, un tipo que se parece bastante al monstruo del lago Ness. En el cretácico, el llamado mar de Tethys que cubría la zona era hogar de tortugas y cocodrilos. Empujada por África, Teruel salió del mar y fue pasto de seres únicos como el Aragosaurus, el primer dinosaurio definido en España (excavado en Galve, por lo que se le bautizó en honor a Aragón). Era un herbívoro de 18 metros de altura y 15 toneladas, poca cosa frente al Turiasaurus riodevensis, el dinosaurio más grande de Europa y uno de los más grandes del mundo, con casi 40 metros de altura y 40 toneladas de peso. Vivió hace 145 millones de años y fue encontrado por los paleontólogos de la Fundación Dinópolis en la localidad turolense de Riodeva. Su uña tiene el tamaño de un antebrazo humano, pero mucho más gorda. Está en una de las cientos de vitrinas de Dinópolis, junto a minúsculos trilobites y reproducciones a tamaño real del Iguanodon. El tamaño no siempre importa: las pequeñas ranas de Libros (Teruel) son una de las joyas paleontológicas del parque, ya que conservan excepcionalmente fosilizada su médula ósea y podrían servir para analizar su ADN. Cuando el hallazgo se publicó en revistas internacionales, Luis Alcalá bromeó: "Aún estamos muy lejos de Parque Jurásico". Dinópolis ha cubierto con éxito esa brecha entre la crudeza científica de la paleontología y la fascinación hollywoodiense por los grandes saurios. Entre sus bambalinas, nueve paleontólogos trabajan incesantemente en los yacimientos de la provincia con la ingente tarea de lo que Luis Alcalá describe como "buscar una aguja en una mercería" (dadas las condiciones geológicas y climáticas, seguro que hay fósiles, pero ¿dónde excavar exactamente?). 'Palote' y 'Polillo' Cara al público, en las instalaciones de Dinópolis animan el cotarro mascotas con nombres como Roco, Palote, Polillo o Dinoel. Según Higinia Navarro, gerente del parque, es la fusión de ciencia y ocio la que ha servido como revulsivo turístico: "Hace 10 años, en Teruel era difícil tomarse un café en domingo, pero desde que se inauguró Dinópolis han abierto cinco hoteles en la ciudad". Entre los visitantes hay algunos científicos, pero sobre todo abundan los escolares y familias. "Lo de los niños con los dinosaurios es para estudiarlo", dice la gerente. Para disfrute de los más pequeños, el parque cuenta con tiovivos con forma de saurios, una paleosenda donde jugar a ser Indiana Jones, un cine en 3D, un divertido teatro con un Tiranosaurus rex robótico muy conseguido y talleres de todo tipo. Nada más entrar se atraviesa una "ventana cuántica" donde, gracias a unas "cronopartículas", el visitante se transporta 20.000 millones de años hasta el Big Bang. En la práctica, uno se sube a un divertido vehículo de rieles cubierto por una jaula y dotado de una megafonía de la que sale una entusiasta narración con palabras como "sopa primigenia" y "paleozoico". El clímax del cacharrito es un susto que te da un dinosaurio que sale de pronto al camino. A la salida se puede comprar la foto del sobresalto. A veces, ambas perspectivas, la científica y la espectacular, se unen: desde algunos pasillos acristalados se puede ver la labor de los paleontólogos de la Fundación Dinópolis, que, convertidos en piezas de exhibición tras el cristal, analizan, limpian o realizan réplicas con paciencia bajo la mirada del visitante. Al final del enorme parque (tiene más de 500 piezas) hay un recorrido en barca (tipo tren de la bruja) llamado El último minuto. Gracias a un gráfico en su entrada comprendemos que el último minuto somos nosotros. Imaginemos que desde el Big Bang hasta el presente ha pasado solo un día. La gran explosión se produjo a las doce de la noche. A las siete de la mañana siguiente se dieron las primeras señales de vida, que hasta las nueve de la noche siguiente no se convertirían en los primeros invertebrados. Una hora después nacerían anfibios, peces y reptiles, y a las 22.30 asomarían los dinosaurios. No durarían mucho, hasta las 23.40, cuando la extinción los borrase del mapa. Después, con el reloj marcando un minuto para la nueva medianoche, nacería el primer ser humano. Y en ese minuto minúsculo seguimos. No somos nada. Aficiones medievales Bueno, algo sí somos. Una visita a la ciudad muestra lo que nos ha dado de sí el diminuto tiempo que hemos poblado la Tierra. Teruel es la ciudad del mudéjar, y entre sus joyas de ladrillo decorativo está la catedral de Santa María, patrimonio mundial. Su techumbre del siglo XIV con armadura de par y nudillo es considerada la capilla Sixtina del arte mudéjar. Las impresionantes pinturas de sus casetones son un libro abierto al pasado. Hay escenas de caza, guerra, música, torneos y otras aficiones medievales, todas excepcionalmente conservadas gracias a un falso techo neoclásico que las protegió de las inclemencias. La Edad Media de Teruel se cuela en las profundidades húmedas de sus aljibes, abiertos al público bajo la imprescindible plaza del Torico, y en la elegante altura de sus cuatro torres campanario. La más antigua es la de San Pedro (1238), casi gemela a la de la catedral. La más moderna, la de El Salvador (1355), combina paños de sebka (arte almohade) con cerámica vidriada en blanco y verde. Tiene una doble estructura, como si encerrase una torre dentro de otra; entremedias, una angosta escalera conduce a unas vistas espectaculares de la ciudad. La torre de El Salvador también tiene su torre gemela, llamada de San Martín: según la leyenda, las construyeron en tiempo récord dos alarifes mudéjares que competían por el amor de una tal Zoraida. Puede ser, pero la gran historia de amor de Teruel fue entre dos llamados Isabel de Segura y Diego de Marcilla. El mausoleo de los Amantes de Teruel es una de las visitas estrella de la ciudad. El 14 de febrero no hay quien entre a ver las momias del Romeo y la Julieta aragoneses. Se encuentran bajo dos esculturas yacentes de Juan de Ávalos. Sus figuras talladas son mucho más favorecidas que los restos que quedan de los pobres amantes. Las esculturas están a punto de darse la mano, pero no se rozan. Es la metáfora de este amor imposible entre una joven rica y un hombre pobre que se fue a recorrer mundo para ganar dinero y ganarse al suegro. Llegó tarde, ella ya estaba casada y le negó un beso por casta. Él murió de la pena, y ella, del arrepentimiento. Toda la historia y sus influencias en la cultura popular se explican en el nuevo museo, que también narra la azarosa historia y distintos emplazamientos que tuvo la pareja de cadáveres desde que ocurrió su maltrecho romance allá por el siglo XIII. Mucho después, en el XX, otros románticos llegaron a Teruel: los arquitectos modernistas. El modernismo turolense es un hecho único en Aragón y se puede ver en la ermita del Carmen, el claustro de San Pedro, la forja del colegio de San Nicolás de Bari o la iglesia del Salvador de Pablo Monguió. Este arquitecto tarraconense, discípulo de Gaudí, trabajó en Teruel de 1897 a 1923 haciendo realidad los sueños de la nueva burguesía. Entre el puñado de casas modernistas que adornan el centro de la ciudad destaca su Casa Ferrán, en la calle Nueva, que juega con lenguajes del art nouveau, la Escuela de Glasgow y la Secesión Vienesa en sus delicadas forjas y sus sinuosos motivos vegetales. Viendo sus elegantes y evolucionadas formas, cuesta creer que el ser humano solo sea un parpadeo en esta tierra que perteneció hace millones de años a los lagartos gigantes.
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  • De Dinópolis a las casas modernistas de la plaza del Torico, una ruta que abarca más de cien millones de años
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