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  • Dicen que hay lugares de la tierra en los que parece que a Dios se le hubiera ido la mano. Es algo que podemos corroborar hasta los ateos. Según Albert Camus, que no era creyente, pero cuya literatura muestra un componente espiritual muy hondo, esos lugares estarían bañados por una luz particular. Alejado de su ciudad natal, Argel, envuelta en la espuma del Mediterráneo y en la cal de sus fachadas y tejados en terraza, Camus anduvo buscando durante toda su vida esa luz que creyó perder para siempre al abandonar su patria. Llegó a encontrarla en escasas ocasiones. No la vio en Austria, ni en Hungría, tampoco en América, ni en París , pero sí en algunas islas griegas. Y supo verla o se le reveló en dos regiones del continente europeo. En la Toscana y, por suerte para él, pues los idiomas no se le daban bien, en la Provenza, donde pensaba retirarse para desarrollar el tercer ciclo de su obra, que esbozó en El primer hombre, novela inacabada cuyo manuscrito apareció entre los restos del automóvil en el que perdió la vida el 4 de enero de 1960. El Premio Nobel, que le fue concedido un par de años antes, le había permitido comprar un hermoso caserón de pueblo en Lourmarin. Persianas azules y verdes Lourmarin, una de las localidades más bonitas del sur de Francia, situada a los pies de la cadena montañosa del Luberon, se encuentra a 70 kilómetros del aeropuerto de Marsella. La luz que envuelve esta villa con callejas en cuesta salpicadas de fuentes, enredaderas y sencillas fachadas de dibujo medieval, con las persianas en azules o verdes desleídos, recuerda a la de Argelia o a la de algunos rincones de España, país que fascinó a Camus por ser de donde procedía la familia de su madre, pero que visitó solo una vez, siendo muy joven, y al que no volvió por aborrecer el régimen franquista. Luz marina, aun lejos del mar. Basta pensar en Extremadura o en las Baleares para hacerse una idea del aspecto de su país de origen. La vegetación, bajo esa luz que comparten regiones tan dispares, es similar. Como la que crece en la Provenza. Viñas, olivos, almendros, plátanos, laureles, madreselva, romero, lavanda y amapolas estallan en primavera. Y una miríada de minúsculos caracoles de color blanco cubre casi cada planta. A la entrada del pueblo, en una gasolinera, un viejo Bentley hace que al recién llegado el corazón le dé un vuelco. Parece el Facel Vega de Michel Gallimard, en el que hace 50 años Camus salió con sus amigos de Lourmarin y con el que se estrellaron a pocos kilómetros de París. Se barajaron muchas causas: el exceso de velocidad, el estallido de un neumático, y hasta una maldición gitana, según la cual todo el que entrara en contacto con el castillo de Lourmarin moriría en trágicas circunstancias. Se recomienda al viajero que se siente en alguno de los cafés del pueblo para perfeccionar un arte en el que era experto Tarrou, uno de los personajes principales de La peste. El arte de no perder el tiempo, experimentándolo en toda su dimensión. Tarrou apunta algunos métodos en sus cuadernos, trasunto de los Carnets o diarios del propio Camus, que, amenazado por la enfermedad, apenas dormía para aprovecharlo: pasar el día entero en la antesala de un dentista, en una silla incómoda; hacer cola ante la taquilla de un espectáculo y, cuando te llegue el turno, no comprar la entrada; escuchar conferencias en una lengua que no entiendes... Sentado en una mesa cualquiera, saboreando un pastís y viendo pasar a la gente, el viajero tal vez descubra a algún contemporáneo del escritor cuando, al caer el sol, un anciano delgadísimo atraviese despacito la calle. También puede asaltarle el pasado en la terraza de la pizzería Nonni, junto a una de las famosas fuentes del pueblo. De piedra pulida por el paso de los siglos y llena de moho, el caño surge de la boca de un león que escupe agua fresca. Con los ojos del alma, tal vez vea pasar el cortejo fúnebre que acaba de salir del caserón en el que vivía el escritor. El ataúd, transportado por los miembros del equipo de fútbol local. A los amigos, encorvados por la pena. A su hermano Lucien, consumido como un tuberculoso. A Francine, su mujer, la cabeza baja envuelta en un pañuelo. Al poeta René Char, con su porte de leñador, la mirada triste. Detrás, la gente del pueblo, con ramos y coronas. El cartero, el herrero, el pastor. Los hombres con los que tanto le gustaba hablar a Camus. En las afueras, frente al castillo, se encuentra el cementerio. Las cimas de los cipreses se divisan desde la terraza de la que fue la casa del escritor y en la que aún vive su hija, cuya silueta se adivina tras los visillos. Con sus gruesas gafas, Catherine lee el periódico, casi más grande que ella. Allá lejos, entre lirios silvestres y plantas aromáticas, una sencilla placa de piedra recuerda el nombre de Albert Camus y las fechas de su nacimiento y de su muerte. 1913-1960. En Nupcias en Tipasa, ensayo incluido en uno de sus primeros libros, Camus cuenta cómo, en las ruinas de esa ciudad fenicia de la costa de Argelia convertida en colonia romana, tuvo la suerte de comprender en qué debía de consistir la gloria. Nadie lo ha expresado mejor. Se trata de un derecho. El derecho a amar sin medida. Y de un deber. El de ser feliz. Aquella alegría extraña que descendía del cielo hacia el mar, aquella luz que él después no paró de buscar, fue la que le dio esa lección. Recorrer este pueblo provenzal, en el que él reencontró el sol del que se sentía exiliado, es como volver a Tipasa.
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  • 20101023
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  • Una visita a Lourmarin, el pueblo del sur de Francia donde el escritor se instaló en una antigua casa
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  • Delicias campestres para Albert Camus
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