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  • Las opiniones que recibe este hotelito casi perdido por los montes de Bidegoian son inmejorables en todas las redes sociales. No es para menos. Sus propietarios, Iban Muñoa y Lorena Arco, conocen al dedillo cada rincón del palacio dieciochesco que un día, justo hace ahora tres años, decidieron transformar en un emprendimiento hotelero con encanto. El lugar había pertenecido desde el principio a sus ancestros guipuzcoanos, la familia Muñoa, parte de la cual hizo fortuna en Argentina y regresó para contarlo y engrandecer el entonces conocido como palacio de Iriarte. Sus jardines reciben, cuando el tiempo está bueno, con un estallido de charol herbáceo. Invita a olerlo a ras de suelo o a la mínima cota de las tumbonas que aguardan al viajero junto al pórtico de entrada. Son 7.000 metros cuadrados de alfombra verde moteada de árboles centenarios, encendidos con delicadeza nada más caer la tarde. Tres arcos neoclásicos enmarcan la fachada como anticipo palaciego del atrio columnado sobre el que orbitan las instalaciones, nada severas para lo que suele verse en edificios así. Los tintes claros aportan luz y serenidad a los salones nobles, decorados con las antigüedades precisas, para no empalagar. Una buena chimenea de piedra informa, al igual que el piso de madera crujiente y las alfombras orientales, sobre el carácter hospitalario y elegante de la historiada casa. En los dormitorios se percibe también un abolengo de siglos, aunque tamizado por los tonos neutros de sus paredes, la transparencia de los cuartos de baño -lástima que se haya optado por una bañera estrecha y muy deslizante, incómoda para ducharse-, la vaporosidad de los doseles o la delicada labra de la madera en los cabeceros. Cama ancha, llena de almohadas; sábanas sedosas, de buen apresto; iluminación suave... Todas están pensadas para abrigar el sueño y provocar ensoñaciones: no hay ventanas, sino ventanucos que insertan un retal verde en la pieza, guiño sutil de palacio antañón. La suite, de 75 metros cuadrados, se apodera de las antiguas dependencias de los señores del palacio. Se cena bien, como en cualquier caserío vasco. Por eso extraña que el desayuno se resuelva con el habitual bufé desestructurado. En mesa únicamente se sirven el zumo y el café. A través de los cristales entra el silencio del monte Ernio, un silencio opaco de tierra, piedra y bosque.
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  • Diario El País S.L.
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  • Iriarte Jauregia, un palacio perdido entre los montes guipuzcoanos
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  • Verde melancolía
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