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  • Está lejos Portland. Quince horas de avión desde Madrid con un enlace que añadirá alguna más de retraso, lo habitual en los vuelos interiores en Estados Unidos. La verdad es que siempre estuvo lejos. También, y fueron los primeros en comprobarlo, para los que crearon la ciudad a mediados del XIX en plena fiebre de Oregón, una suerte de aspiración bíblica a la tierra prometida, y poco después de que los míticos Lewis y Clark pasaran por allí en su periplo fundacional. Pero esa lejanía, junto a su inmersión en una naturaleza abrumadora, le ha dado a Portland buena parte de su carácter, que es también el de la gente que vive en ella, naturales de una cordialidad siempre curiosa e inmigrantes que han subido más allá de Los Ángeles o San Francisco en busca quizá de menos endogamia, aunque seguramente también tenga que ver que la vida es bastante más barata que en California aunque haga más frío: Portland tiene 82 días de cielo azul y 165 días de lluvia. A orillas del río Willamette, Portland es, en realidad, dos ciudades, el centro y el resto, dividido todo en zonas geográficas marcadas por la rosa de los vientos en los nombres de calles que, siendo la misma, son distintas según queden al norte, al sur, al este o al oeste, un sistema menos incómodo de lo que parece, pues hace que el viajero tenga enseguida el mapa en la cabeza. La Portland central, la Downtown -en la que el tranvía es gratis-, es un barrio de oficinas, hoteles y bancos que integra también la vieja y extinta Chinatown, hoy sofisticada zona de bares y restaurantes, las calles que concentran el comercio de las mejores marcas en torno a la zona de Pearl, la manzana que ocupa en su totalidad Powell's -una de las librerías más grande del mundo, si no la más grande, el imperio del papel impreso de primera y de segunda mano-, o el acogedor Farmers Market de los sábados -a no perderse los tamales de Salvador Molly's, mejores aún que los de la casa madre en Sunset Boulevard- junto al interesante Museo de Bellas Artes. El otro Portland es mucho más grande -la población total del área metropolitana es de 2,2 millones de habitantes-, una sucesión de barrios de casas de una planta que han ido aportando su personalidad cada vez más definida a ese centro. De moda están, sobre todo, Alberta, una suerte de Chelsea todavía sin tantas pretensiones -sería impensable en el Londres más sofisticado un local como Grilled Cheese Grill, instalado en un autobús, o esa especie de centro de reuniones comunitario que es The Kennedy School-, Belmont Street o Hawthorne Boulevard, con sus pequeñas tiendas y sus restaurantes de todas las tendencias. Brindis cervecero Por cierto, Portland es la ciudad de la cerveza, un verdadero paraíso para sus amantes, o sea, para casi toda la humanidad. No en vano, más de trescientas microcerveceras se reúnen en el Estado de Oregón , muchas de ellas con sus propios pubs para degustación que además ofrecen una comida -se diría que en realidad para acompañar el trago- a veces excelente. Elegir depende de los gustos. Ahí está, por ejemplo, la cítrica y potente IPA (Imperial Pale Ale) y dos marcas: Ninkasi y Rogue. Esta ciudad tiene uno de los mejores parques urbanos del mundo, Washington Park, que alberga un espléndido jardín japonés, un bastante aceptable parque zoológico -precioso el paseo en el trenecito que lo recorre- y un formidable Museo de los Niños, un lugar donde sin alarde alguno -la muestra de lo que se puede hacer con más imaginación que medios- se reproducen para los más pequeños -ármense de paciencia los progenitores- desde un supermercado hasta una clínica de mascotas, pasando por unos juegos de agua que requieren el uso obligatorio de impermeable. También acoge el parque la mansión del gran magnate local, Henry Pittock, que, llegando de Filadelfia literalmente sin dinero y sin zapatos, acabaría fundando el diario más importante de la ciudad, The Oregonian. Una tormenta destrozó buena parte de la casa, a los herederos les resultaba imposible restaurarla y finalmente la ciudad la compró para convertirla en museo de sí misma, una especie de perfecto escenario para una serie de amor y lujo en tiempos mejores. Parada en Josephson's Ventaja decisiva de Portland es su situación. Basta cruzar el río Willamette y su paralelo, el Columbia, para estar ya en el Estado de Washington. Hacia el Este, vía Astoria -parada obligatoria en Josephson's y sus ahumados-, aparece en la desembocadura de ambos ríos -peligrosísima barra para la que hacen falta los legendarios prácticos de la zona-, ya unidos, un océano Pacífico salvaje y salpicado de playas y faros. La costa conocida como Three Capes es visita primero obligada y luego emocionante, pues pueblos como Oceanside, bien cerca del faro de Cape Meares Beach, son de esos en los que uno piensa si no valdría la pena quedarse para siempre. El interior ofrece también esa naturaleza salvaje, desde el cercano volcán Saint Helens hasta las nieves perpetuas de Mount Hood, perfectamente divisables desde Portland en los días claros. Las distancias no son largas, pero las carreteras estrechas -una vez fuera del gran Portland-, y la sana costumbre de ir despacio de los estadounidenses -a la fuerza ahorcan- hacen que haya que calcular bien las excursiones y pensar en un par de días mejor que en uno solo. Por ejemplo, si se quiere bajar hasta Bend haciendo parada en alguna de las zonas de acampada que rodean el lago Detroit. Bend es una especie de pueblo suizo en pleno Oregón, y no solo porque nieve en invierno. Se respira dinero, algunas de las mejores marcas tienen allí sus outlets y, cómo no, también hay cerveza propia: la Deschutes, con su fábrica, que puede visitarse, a orillas del río West.
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  • Naturaleza, libros y cerveza definen una de las ciudades de moda de Estados Unidos
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  • Tranvía gratis en Portland
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