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  • Hace apenas un año, muchos polacos creían que Frédéric Chopin (Zelazowa Wola, 1810; París, 1849) había nacido en Cracovia. El resultado de la encuesta para medir el grado de conocimiento popular de uno de sus grandes héroes locales fue descorazonador, pero al tiempo sirvió como acicate para iniciar las conmemoraciones del Año Chopin, que se llevan a cabo con motivo del bicentenario del nacimiento del compositor. A primera vista la situación parece haberse modificado radicalmente: el aeropuerto de Varsovia lleva su nombre; la biografía del músico se exhibe en las librerías al lado de la de Tony Blair; en la céntrica iglesia de Santa Cruz se conserva ¡su corazón!; por la ciudad se han instalado bancos que, con solo pulsar un botón, reproducen algunas notas de su música; en el museo interactivo, dedicado a glosar su vida y su obra, grupos de colegiales y adolescentes se turnan en las distintas plantas, y lo mismo ocurre con las visitas a lo que queda de la casa donde nació el pianista, a unos 50 kilómetros de la capital. Hasta una marca de vodka se llama Chopin. A este paso, Varsovia acabará como Salzburgo, donde hasta la envoltura de los bombones lleva impresa la cara de Mozart. Mientras llega ese momento, los vendedores callejeros expenden ciruelas y crisantemos en las calles del centro de Varsovia. Bajo la lluvia y el frío intenso del otoño, nadie repara en un edificio de hormigón de pretensiones grandiosas que, con solo mirarlo, pone la piel de gallina. Se trata de un regalo del camarada Stalin. Los varsovianos, gente abierta acostumbrada a los chistes, cuentan con resignación que el dictador soviético les dio a elegir, a principios de los cincuenta, entre entregarles un presente o construir el metro. Ahora, convertido en un centro de cultura, se alquila para eventos. Con imaginación, hay quien sostiene que conserva cierto parecido con la Giralda, pero para muchos se trata solo de una huella más de la historia de un país que entre 1945 y 1989 vivió bajo la bota del comunismo soviético. En medio del tráfico, en el que destacan los antiguos tranvías, sobresale una ¿palmera? de plástico en lo que ahora se llama avenida de Jerusalén, obra de una artista que trataba de evocar la presencia de los judíos polacos. En Varsovia se notan las huellas del pasado. La sublevación en 1944 tuvo terribles consecuencias; polacos y alemanes luchaban cuerpo a cuerpo por las calles de la capital, mientras los rusos esperaban pacientes en la otra margen del Vístula para hacer su entrada en la ciudad. La política de Hitler de no dejar piedra sobre piedra obligó a reconstruir la capital al finalizar la contienda. Las fotografías del estado en que quedaron algunos edificios emblemáticos y los carteles que explican lo ocurrido forman parte del paisaje urbano. Una reproducción a buen tamaño de una pintura de Canaletto situada junto a la Academia de la Ciencia, en la que se divisa parte del Camino Real (Krakowskie Przedmiescie), permite apreciar hasta qué punto los arquitectos trataron de ser fieles al modelo original. Las partes que quedaban ocultas de los edificios y sobre las que no había referencias se diseñaron de forma que todo armonizase, lo que le da un aire peculiar a estas construcciones. No fue igual en todos los barrios. Del gueto, aparte del Memorial, apenas queda una huella en el suelo que señala el lugar por donde pasaba el muro que aisló a miles de judíos en el barrio de Muranów, hoy convertido en una zona popular donde la gente pasea tocada con boinas de lana de colores para protegerse del frío y ramos de flores frescas en la mano. Solo los más viejos recuerdan que el arquitecto Bohdan Lachert proyectó que se maquillaran las fachadas de los edificios de esa zona con el único resto del gueto: las piedras y el polvo, pero aquello no duró. Mucha gente protestó por lo que consideraba antiestético y las fachadas fueron revocadas en los años cincuenta de acuerdo con la estética del realismo socialista. Universitarios en el centro La Polonia actual sigue siendo uno de los países más católicos de Europa. De Juan Pablo II queda mucho más que una calle en Varsovia. En las iglesias la gente hace cola para confesarse, mientras el órgano suena imponente, arropado por un coro de voces que acompaña la misa, seguida por un buen número de feligreses. Algunos polacos sostienen que la Iglesia fue siempre fuerte en este país y que gracias a ella se vivió un comunismo menos severo, donde existía cierta libertad de expresión, lo que hizo posible que brillara la poesía de Szymborska, el cine de Wajda y Kieslowski o los reportajes de Kapuscinski, un personaje totalmente popular en la capital polaca, donde su biografía se ha convertido en un éxito de ventas. Ahora, los jóvenes sacerdotes polacos lucen sotana, pero los bajos desgastados del vaquero asoman bajo la falda ante la mirada indiferente de los universitarios, aislados con su iPod, o charlando en grupos tras concluir las clases de la universidad, situada en pleno centro de la capital. A estas alturas del año, los termómetros durante la noche marcan cuatro o cinco grados bajo cero, pero durante el día los varsovianos pasean relajados por la calle. En el restaurante U Kucharzy (ul. Okólnik 1), decorado con baldosín blanco y grandes ventanales a la calle (una evocación de la estética socialista), un público ejecutivo unta manteca en rebanadas de pan de centeno sobre las que se colocan pepinillos cortados a modo de aperitivo. Las sopas de tomate o de champiñones y las albóndigas figuran como estrellas del menú. La etiqueta y la jerarquía se siguen al pie de la letra -todavía quedan señores que besan la mano de las señoras-, pero en algunos despachos ministeriales de Varsovia los políticos fuman, beben Coca-Cola y no usan corbata. Waldemar Dabrowski, director del Teatro Nacional, la orquesta filarmónica polaca, y responsable de las celebraciones del Año Chopin, recuerda con claridad la respuesta que le dio un músico japonés sobre el motivo por el que le fascinaba la música del compositor polaco: "Zalt", la palabra con la que se define la tristeza o la pe-na que define el alma polaca. Suya, en parte, es la responsabilidad de que la música de Chopin se esté escuchando por todo el mundo, desde Japón hasta el Caribe, en algunas de las más de tres mil actividades relacionadas con el bicentenario de su nacimiento. Además de sonatas y mazurcas, se han editado libros, organizado exposiciones con el compositor como fuente de inspiración e impartido programas educativos para transmitir los valores de su música. "Chopin definió la comunidad polaca, hablaba de cosas universales como el amor, la patria o la libertad", cuenta Dabrowski entre pitillo y pitillo. En Abu Dabi ha escuchado a jóvenes con burka que interpretaban "como los ángeles" al compositor polaco, y en breve viajará a Kenia. Sin embargo, la mayor parte de las actividades se ha centrado en su propio país, donde se han invertido 75 millones de euros en potenciar toda la infraestructura turística en torno a la figura del compositor y en invitar a los mejores especialistas a que crearan un museo interactivo que se ha convertido en la estrella de las celebraciones. El antiguo palacio de los Gninski, en el centro de la capital, acoge el renovado Museo de Chopin (www.chopin.museum), inaugurado este año, coincidiendo con el segundo centenario del nacimiento del pianista universal. Se trata de uno de esos edificios interactivos y multimedia que permiten viajar por los lugares donde pasó su infancia, escuchar conversaciones y leer las cartas a sus padres y amigos desde el exilio, conservadas junto con objetos personales como su pasaporte, su agenda con las anotaciones de las deudas e ingresos por las clases particulares que impartía en París, o un mechón de pelo castaño que guardaba su familia como recuerdo. Organizado temáticamente con espacios específicos dedicados a los diferentes aspectos de la vida del compositor, en una de las salas, la que recrea la vida "de salón" parisiense, se encuentra el último piano que utilizó, construido por el fabricante Ignace Pleyel. El tiempo que pasó en Nohant, el castillo francés que perteneció a su compañera sentimental durante ocho años, la escritora George Sand, ocupa otra de las salas. De entre los objetos expuestos destaca un pañuelo blanco damasquinado en el que la autora de Los maestros soñadores bordó las iniciales del compositor. La muerte de Chopin, a los 39 años, se sigue en un espacio oscuro carente de la música que llena el edificio, en el que sobresale una máscara en yeso, realizada directamente del rostro del compositor, y las invitaciones a su funeral en París. La música clásica forma parte de la cultura de esta ciudad de dos millones de habitantes. No debe de haber muchas capitales donde a la pianista Martha Argerich le pidan autógrafos por la calle. Hace apenas unas semanas concluyó la celebración de la decimosexta edición del Concurso Internacional de Piano Frédéric Chopin, que en esta edición ha ganado la pianista rusa de 25 años Julianna Avdeeva. Muchos varsovianos han seguido atentamente los resultados del concurso. La ciudad lucía repleta de puestos de flores y junto a las bolsas de la compra llamaba la atención el Chopin Express, un miniperiódico con noticias puntuales del concurso que se repartía gratuitamente por las calles. La entrega del premio a los ganadores del celebrado concurso, en un concierto en la Ópera de Varsovia con la Filarmónica de Nueva York, fue "como un sueño" para la joven intérprete rusa, que horas antes había soportado las críticas de los periodistas locales, no muy conformes con el resultado. "Domina la técnica, pero no es capaz de emocionar", aseguraban en la Gazeta Wyborcza, al tiempo que apuntaban que la elección podría tener relación con el deseo de premiar a una mujer. Solo algunos, discretamente, sugerían que el descontento podía tener que ver con el hecho de que fuera rusa, cuya vecindad ha ocasionado no pocos problemas a lo largo de la historia. El parque Lazienki En el enfrentamiento político que se vive en Polonia entre el partido en el poder y la oposición, que el pasado mes provocó incluso la muerte de un diputado a manos de un miembro del partido contrario, la música de Chopin, un artista que tuvo que abandonar su patria por cuestiones políticas y a la que nunca regresó, suena como un bálsamo. Los caminantes que pasean por el parque Lazienki, uno de los impresionantes jardines que rodean la capital polaca, plagado de ardillas, pavos reales y patos, recogen los CD gratuitos con la música de los ganadores del concurso de piano que reparten en una de las entradas. Estamos en uno de esos días que los varsovianos definen como el otoño dorado polaco, esas escasas jornadas que preceden al frío invierno, en las que las hojas de los castaños y los sauces pasan por toda la paleta de los amarillos. Aquí mismo, si el tiempo lo permite, suena la música en directo -junto al estanque con la inevitable escultura chopiniana- los fines de semana, pero a diario todavía se escucha el crujir de las ramas al caminar por senderos solitarios. En los aledaños del parque se puede visitar el castillo de Ujazdów, un centro de arte contemporáneo donde se exhiben las últimas tendencias y donde los artistas más vanguardistas, llegados de diferentes países, experimentan en régimen de residencia sobre arte útil. Rooted design for routed living (www.csw.art.pl/air), la muestra que se exhibe hasta febrero, reúne los objetos creados por artistas noruegos y polacos a lo largo de dos años para intentar transformar el espacio que nos rodea y salir de la uniformidad que impone Ikea. Se ven reposaportátiles o mesas de uso múltiple, entre otros muebles. Marianna Dobkowska, conservadora del centro e historiadora de 32 años, se mueve de un lado a otro sin soltar su ordenador portátil y ya anda inmersa en un nuevo proyecto con ocho diseñadores y arquitectos sobre uniformes personalizados. Decorado con cazuelas y puerros frescos, el restaurante Kuchnia Artystyczna (www.gessler.pl), situado en el mismo edificio y frecuentado por los artistas locales, permite un respiro sobre la marcha. Si no nieva, se puede comer en la terraza y disfrutar de vistas espectaculares sobre uno de los canales que desembocan en el Vístula. Recomendado en la Guía Michelin, dispone de un menú delicioso por 10 euros sin vino, y cuenta con una minitienda donde expenden mermeladas caseras. Pero basta con dejar la capital y atravesar los pueblos de Kaputy o Topolin para descubrir la belleza del campo polaco. Queda algo de auténtico en este país que quiere hacerse cada día más occidental, desde sus caminos estrechos y mal asfaltados hasta los campos de repollos y lombardas plantados junto a las casas de madera, o los cementerios abiertos y situados a la vista del caminante. Solo en Zelazowa Wola se nota la presencia de turistas, mayoritariamente japoneses, y niños procedentes de colegios de la capital en visita escolar. De la casa del músico apenas quedan las paredes, pero el paseo por el jardín, con puentes de madera incluidos sobre un lago, y donde suena su música, resulta agradable. Al lado mismo, el restaurante Polka (www.restauracjapolka.pl/zelazowa ), decorado con fotos y partituras del compositor, ofrece una muestra aceptable de algunos de los platos típicos de la cocina local.
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