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  • Si todo gran viaje comienza por un hallazgo, el que se propone a continuación tiene además un efecto lupa: lleva de la explanada de Notre Dame a una diminuta rana de un cuadro de El Bosco. El hallazgo es una lista escrita a mano con 15 lugares anotados para visitar París. Están escritos en japonés con direcciones en francés sobre un papel pequeño que fue encontrado en plena calle frente a Notre Dame. Gracias a la embajada y a la oficina de turismo japonesa, la lista fue traducida y esta investigación comenzó por trazar un retrato caligráfico de su posible autor. Según sus paisanos, basándose en suposiciones sobre letra y gustos, se trata de la escritura de un hombre de no más de 50 años, políglota, que viaja con presupuesto alto, pero equilibrado (cena por 60 euros y come por 14) y que demuestra tener una inquietud por el arte (seis lugares son artísticos) casi tan desmedida como su pasión por el dulce (los tres primeros son reposterías). Todos coinciden en señalar que el autor de la lista es un tansaku-sha, una palabra que está más cerca de la exploración que del turismo y que define al aventurero que se escapa de la ruta oficial. Atraídos por el mismo afán de aventura, decidimos visitar los lugares que nos indica el papel, no sin antes bautizar a nuestro guía con el nombre de Takashima, para hacerlo más familiar. Será una oportunidad para asomarnos a un París insólito, con los ojos rasgados, pero también un modo de conocer al propio Takashima, nuestro cicerone de las antípodas. En definitiva, es una invitación a practicar la antropología turística desde el respeto y la seriedad, por algo este reportaje no se titula "París bien vale un miso". Mejor citar de entrada las palabras de Lévi-Strauss, que aconsejaba admirar la sensibilidad de los japoneses porque "son como la imagen simétrica de nosotros mismos reflejada por un espejo". 01 El Picasso de la repostería Takashima encabeza su lista con los ilustres del dulce. El gran chocolatero Jean-Paul Hévin, que suma siete tiendas en Japón, tiene reseñada su boutique de la Rue Saint Honoré bajo la anotación en japonés: "Mont Blanc, viernes y sábado". Nuestro guía se refiere así a una maravilla de merengue con almendras, chantillí y castañas que lleva el nombre de la cima alpina y cuya difícil elaboración limita su producción a esos dos días. Cerca de la Ópera, encontramos Baillardran, segundo templo anotado con la indicación: "Canelé, pastel típico de Burdeos". Esta vez descubrimos que la recomendación del japonés es una delicia de bombón estriado bañado de caramelo con notas de vainilla y una lágrima de ron añejo, cantidad que en el bello francés vemos que designan como un soupçon, una sospecha. La lista sigue golosa, hay otro epígrafe referido al cruasán. Según Takashima, "totemo oishii", es decir, muy delicioso, es el de Pierre Hermé, "El Picasso de la repostería", a decir de la revista Vogue. Sin duda alguna, lo mejor que le puede pasar a un cruasán es caer en sus manos. Por lo menos en su escaparate de la rue Bonaparte tiene garantizada la pleitesía que se brinda a las estrellas: espera en cola, peregrinación y hasta reverencia de los venidos de Oriente. No solo para Takashima, también para el periódico Le Figaro fue el ganador en su lista de los 31 mejores cruasanes parisinos. El secreto, según repite el propio Hermé, tiene su detallismo nipón: "Hay que fijarse en el ruido del cruasán, debe lanzar un pequeño grito al partirse, como si se le rasgara el alma". La pieza vale 1,50 euros y conviene degustarla con ritual, salir a la cercana plaza de Saint Sulpice, sentarse en una terraza como hacía Georges Perec y, bocado a bocado, pensar que el paladar y sus cuitas serán sin duda la mejor tentativa para atrapar el lugar común entre la ciudad luz y el sol naciente. 02 Minimalismo en alfileres Próxima parada en la lista, Takashima nos dirige a Deyrolle, una tienda de historia natural en plena rive gauche. Con librería y tres salas repletas de animales disecados, vende osos polares a 45.000 euros, canarios por 260, y funciona como una institución. Woody Allen acaba de rodar en sus salas y, mientras se llevan las urracas para un anuncio de Volkswagen, vemos cómo llegan los pavos reales de una publicidad de Chanel. En breve, nos advierten, puede entrar Sofia Coppola, otra asidua a este zoo inerte. Más sorpresas: entre su equipo de entomólogos, encontramos a Pompeio Rahola, un nieto de Pompeu Fabra. Sus conclusiones son oro para nuestro afán antropológico: "Los japoneses jamás compran grandes fieras, esas son para los americanos y los árabes, los japoneses vienen directos a lo más pequeño, pueden pasarse horas y horas mirando escarabajos". El minimalismo y su grandeza se comprenden mejor cuando Pompeio nos presenta al mayor de los coleópteros, un Goliathus orientalis venido del Congo que casi no le cabe en la mano: "Míralo bien, parece de porcelana". 03 Sombreros de alfarero Subir al caballo por la derecha, enhebrar acercando la aguja o vestir el blanco para el duelo son algunas de las diferencias que plasmó el jesuita portugués Luís Fróis en su libro de viaje a Japón allá por 1585. El ojo del fraile destacó además que los sombreros japoneses terminaban en punta, mientras que los europeos eran más cuadrados. Resulta interesante ver cómo el diseñador François Gilles actualiza esas modas desde su pequeño taller de sombreros adonde nos lleva la lista cerca del Louvre: "Los japoneses ven en los sombreros un signo de nobleza, pero eso no les impide el atrevimiento, se prueban todos los modelos e incluso se arriesgan con más colores. Al parisino es difícil sacarle del negro". François comenzó como escultor, pero dejó los retratos en arcilla para hacerlos coronando testas. Hoy, viendo un rostro es capaz de trazar su gorro exacto en 48 horas e incluso los diseña por parejas. "A las japonesas les va bien una gorra moldeable de colores, que proteja la piel. Y para ellos, un sombrero de ala ancha, de tono neutro, que sombree la mirada. Los dos se acompañan a la perfección". 04 Nostalgia de la cámara lúcida Nuevo epígrafe: "Marché des enfants rouges". La lista nos dirige ahora al mercado cubierto más antiguo de París en una manzana retirada del Marais. Allí Takashima nos abre la puerta de Images et Portraits, una tienda que parece concebida por Roland Barthes. A su cargo, Fabien Breuvart, retratista y tratante de fotos antiguas, capaz de convertir una imagen de nuestros abuelos en una portada digna de Vila-Matas. El umbral de su puerta ejerce esa rara alquimia, el viejo álbum se convierte en arte y un mundo de miradas sepias deja a varios clientes al borde de las lágrimas. Fabien cuenta que los japoneses le compran sobre todo imágenes de moda: "Si hay sombrero, la venta es segura". Detesta las preguntas-anécdota sobre casos de gente que se topa con una foto familiar: "Tengo casos de alguien que se ha encontrado a sí mismo". Y prefiere cuestiones del tipo: ¿por qué una vaca mirando de perfil vale el doble que una puesta de sol en las montañas? "El precio depende de la emoción", responde ufano. Puro Barthes. 05 La hipnosis de las burbujas En el capítulo restaurantes, Takashima registra cinco plazas. La primera dice "Le Pre-Vert" (sic), pero Google nos corrige: quizá quiso decir Le Pré Verre. Así es el nombre exacto de un local cerca del Panteón donde los hermanos Delacourcelle se han hecho un buen hueco al incorporar especias de otros mundos sobre platos franceses, como un excelente cochinillo que miman con canela, anís estrellado y pimienta de indias. Su web dice que los precios son "angéliques", lo que en cristiano significa 13,50 euros al mediodía. De la cocina se encarga Philippe, que supervisa además en Tokio un local gemelo. Mientras, su hermano Marc procura que las uvas del país casen con los diferentes exotismos: "A la cúrcuma le va bien la riesling de Alsacia; al cilantro, la négrette de Toulouse...". ¿Y los japoneses?, preguntamos: "Para un sumiller son magníficos, porque tienen un comer bien regado, y la comida es eso, celebración. De aperitivo, les encanta un champalou Vouvray brut, del Loira; es un blanco amable, menos caro que el champán, y todo lo que lleve burbujas les maravilla". 06 La caricia en los fogones La mejor respuesta a nuestra pregunta de por qué los japoneses aman tanto París la recibimos en el restaurante Chez Toyo en Montparnasse. Allí, tras haber servido durante años como cocinero personal de Kenzo, el joven chef Toyo Nakayama oficia desde una gran barra llena de parisinos y tokiotas. "Porque es un amor mutuo", dice para certificar la buena conexión entre ambos países. Y así es. Él mismo define esa fluida correspondencia con una bonita expresión: "Mi cocina se basa en los viceversas, a veces, la manera es francesa, pero el producto es japonés, o al revés". Lo dice mientras nos enseña el nabé, la cazuela japonesa donde prepara su famosa paella. El menú del mediodía se ajusta a 35 euros. De entrada, sirve una mantequilla de algas que lo resume todo. El maridaje es perfecto, basado en la ligereza común de ambas cocinas, con la caricia como nota. Nada que ver con mezclas tipo Murakami-Versalles y otras simbiosis difíciles de digerir. 07 El arte como proceso Misterio. La lista de Takashima nos proporciona ahora solo un teléfono tras el epígrafe "Visita artística". Llamamos y nos responden de Art Process, una agencia especializada en recorridos por galerías y centros de arte que ofrece el privilegio de contar con los mismos comisarios o galeristas como guías. El tour artístico sale en bus a 80 euros, en limusina sube a 1.200. Se organizan también viajes por capitales del arte, encuentros en el exquisito hotel Particulier de Montmartre e incluso recorridos a medida, si se pide, por ejemplo, ver solo fotografía. El director, Éric Mézan, nos explica que desde que aparecieron en una revista de Japón siempre se apunta una pareja de allá: "Es extraño, porque las visitas son en francés o en inglés, y a veces vienen japoneses que no los hablan, pero su curiosidad va más allá de los idiomas, saben que el arte en París acaba entrando por ósmosis". Ya lo decía Yamamoto, uno de los diseñadores japoneses más parisinos, cuando en un documental de Wim Wenders, encaramado a las alturas del Pompidou, declaraba: "Lo mejor de París es el aire". 08 Argonautas de lo abstracto Del arte más rompedor al más primitivo. Takashima nos lleva a la Rue Saint Roch, una interesante calle presidida por la llamada "parroquia del arte", donde los domingos se oficia una misa para artistas. A su lado, nuestro nuevo destino: la galería Yapa, un espacio especializado en arte aborigen australiano. Nos recibe Morteza Esmaili, un artista polifacético nacido en Teherán. En 1999 atravesó el outback australiano con un tambor iraní como pasaporte, y salió con un didgeridoo bajo el brazo, apadrinado por los aborígenes como koydo, raíz de lirio. Cuenta que en Japón el arte aborigen funciona porque "se basa en la tradición, y los japoneses respetan mucho todo lo que sea antiguo como sinónimo de puro y auténtico, tipo la ceremonia del ". La galería representa en París a 33 artistas especializados en ilustrar bumeranes y trazar cuadros con geometrías de ensueño: "Los aborígenes habitan sus obras. Comen, bailan y duermen sobre el lienzo. Lo que realmente pintan es lo que sueñan. Son tan modernos que en una simple línea trazan toda su historia". 09 La mesa homenaje "La tierra se mueve; las trufas, también". Es la declaración de un Copérnico de la Borgoña llamado Jean Cristophe Rizet, chef de lujo del restaurante que Takashima elige para darse un homenaje cerca de la plaza de Contrescarpe. La Truffière ofrece esa cocina honesta que sigue temporada y mercado con devoción religiosa. La reina de los platos es la trufa con nombres y apellidos: tuber melanosporum. "Normalmente es del Perigord, pero últimamente la encontramos más hacia el sureste, en el departamento de Drôme". El inquieto manjar se sirve en generosos raviolis, y de aperitivo hay guiños japoneses como los sakes de Okumusahi para pasar un exquisito foie rodeado, como los sushis, de alga nori. El menú ronda los 80 euros, pero se graba en la memoria como la magdalena de Proust. También para cenar, cerca de République, encontramos Anahi, una antigua fiambrería que sigue como tal por sus azulejos en ruinas y por basar todavía su fuerte en la carne. Takashima escribe: "Tango y vaca argentina". A lo primero habría que añadir Chavela Vargas, Bola de Nieve y un sinfín de ilustres de una playlist que parece elegida por Almodóvar. A lo segundo, certificar que la vaca no es otra que la reina de la Patagonia , la angus, capaz de competir con el buey Kobe japonés en ternura y precio: el entrecot para dos sale por 79 euros. La jefa habla español, Carmina Lebrero, nacida en un pueblo de Segovia, pero parisina desde los 16 años, siempre ha vivido pegada a las mesas: "Hay gente que da gusto ver comer, los japoneses son maravillosos, lo piden todo a la vez y lo quieren probar todo, tragan una gamba y, seguido, un trozo de carne, disfrutan como niños en un cumpleaños". 10 Final en rana La lista continúa con puntos como el Atelier Lejeusne, un taller artesanal, cerca del canal de Saint Martin, especializado en caligrafía y timbrado a mano, y Frâich'attitude, un interesante centro de agitación culinaria con galería de arte relacionada con el comer. Su cabeza pensante, Christophe Spotti, se dedica ahora a unir los universos de la leche y el arte en la Milk Factory. Es una prueba más de que la lista de gente y lugares interesantes que encontramos no para de crecer, lejos del llamado síndrome de París, ese extraño shock que tiene sala reservada en un hospital parisino para tratar a los japoneses traumatizados por no hallar en su visita la ciudad idílica ni el trato soñado. Para nosotros, que parasitamos una visita ajena, la realidad es muy otra. Frente al turismo de masas, hallamos otro turismo de rostro humano. Sirva de ejemplo la última anotación de la lista. Leemos "Kunio Tsuji. 37 Rue Descartes" y descubrimos que se trata de la casa de un escritor japonés europeísta que habitó en esa dirección entre 1980 y 1999, como lo recuerda una placa, justo en la puerta vecina donde vivieron Verlaine y Hemingway. Para saber más, en la Maison de la Culture du Japon del Quai Branly, la amable bibliotecaria Pascale Takahashi nos localiza el único cuento traducido de ese escritor, La Grenouille, dedicado en exclusiva a una diminuta rana que aparece en la escena de El Prestidigitador, un cuadro atribuido a El Bosco que se conserva en la colección municipal de Saint-Germain-en-Laye, 40 minutos al noroeste de París. Dispuestos a redondear nuestra visita, tomamos el tren RERA1 que nos lleva hasta allá, curiosos por conocer de cerca esa enigmática rana, pero en la oficina de turismo nos dicen que el cuadro solo se muestra en septiembre. Como si hubiéramos pedido fresas fuera de temporada, añaden: "En su lugar, podemos enseñarle el sapo de Debussy, es japonés". Y así es, justo en la sala de arriba, sin abandonar la oficina, en la que fue la casa natal del compositor, contemplamos en una vitrina su objeto fetiche, un bello pisapapeles de roble, con forma de sapo, que acompañó al músico de por vida con una mirada japonesa tan hipnótica como serena y que, sin duda, fue testigo y cómplice de sus intentos por encerrar el mar en una partitura. Es el broche final, homenaje a ese zahorí de curiosidades llamado Takashima. » Óskar Alegría es autor del proyecto de retratos de ciudades y viajes www.lasciudadesvisibles.com
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  • Una lista de diez visitas imprescindibles perdida por un viajero japonés frente a la catedral de Notre Dame nos descubre un París insólito. Taxidermia, sombreros, trufas y arte de la mano de un anónimo visitante nipón
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  • El París de Takashima
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