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  • Si Gengis Khan levantara la cabeza, podría reconocer sin muchas dificultades la tierra que le vio nacer. En esencia, parece que nada ha cambiado. Tanto el paisaje como el modo de vida de una parte significativa de la población de Mongolia, uno de los últimos reductos nómadas del planeta, se mantienen inalterables, congelados en el tiempo a la sombra de la invisibilidad histórica en la que quedaron sumidos los restos de su antiguo imperio desde que sus temibles jinetes dejaran de aterrorizar al mundo hace más de 800 años. El azul luminoso del cielo en los cortos meses del estío (de mediados de mayo a finales de agosto) y el verde de las inmensas y sinuosas planicies que desde Siberia, al norte, van a fundirse con el desierto de Gobi, al sur, en la frontera con China, siguen lustrando esas miradas de ojos brillantes típicas de las gentes acostumbradas a otear horizontes lejanos. Los grandes rebaños de caballos, ovejas, cabras, camellos bactrianos, vacas, yaks y su híbrido, el hainag, continúan pastando impertérritos, como si nunca se hubieran movido de allí, junto a las tiendas nómadas, las gers, casi idénticas a las de antaño, diseminadas en la inmensidad de las estepas. Los jinetes, vestidos con los deel de lana tradicionales y sus grandes botas, icono indeleble del país, no han dejado de galopar a la grupa del viento desde entonces, perseguidos por estelas de polvo y contemplados desde las alturas por águilas majestuosas. Tampoco el clima ha alterado su carácter voluble, sobre todo en verano, como si el cielo pretendiera disimular con sus caprichos los vacíos dramáticos de este enorme país, cuyo tamaño es tres veces el de España, y en el que viven algo menos de tres millones de personas. Y, sin embargo, Mongolia ha experimentado sordas transformaciones. Casi en silencio, se liberó de dos siglos de yugo chino, se desembarazó de siete décadas de comunismo soviético, superó el trauma de quedarse huérfana de las ayudas y subsidios procedentes de Moscú, e instauró el sistema parlamentario sin derramar una gota de sangre. Convulsiones que han enriquecido con nuevos matices y contrastes los atractivos de un país que recibe a sus visitantes desplegando una inmensa alfombra verde a sus pies. Mongolia exige al viajero ir con la mente en blanco. Cualquier idea preconcebida no tarda en desvanecerse. En un principio, todo se parece; las imágenes se repiten como reflejadas en un espejo, embarullando la memoria. Sin embargo, es una sensación engañosa. Los montes Altai La naturaleza demuestra que es capaz de desbordar la imaginación más fértil inventando y reinventando paisajes sin fin, valiéndose tan solo de la combinación aleatoria de unos pocos elementos como praderas, bosques, colinas, ríos, lagos y los colores del cielo. Y cuando puede parecer que su energía creativa está a punto de agotarse, deslumbra con sus excesos y excentricidades: las sobrecogedoras cumbres de nieves permanentes de más de 4.000 metros de altura de los montes Altai, en el noroeste, cuyos pies se sumergen en las aguas de lagos como el Uvs, el Har Us o el Dayan, donde la minoría kazaja practica la caza con águilas adiestradas; los desgarradores vacíos pedregosos del Gobi, ese colosal cementerio de dinosaurios donde un viento permanente arrincona la arena contra la frontera china en imponentes dunas de más de 200 metros de altura; los idílicos contornos del lago Hövsgöl, en el norte, el refugio remoto de los tsaatan y sus renos, al que resulta difícil llegar si no es a caballo; los tenebrosos gritos mudos de los cráteres que bordean el lago Terjiin Tsagann, en el centro; las angosturas de la garganta de Yoliim Am, en el parque nacional de Guryansaikhan, en el Gobi, un sorprendente reducto de gacelas, íbices, muflones y buitres de cabeza blanca; o los laberintos rocosos de Baga Gazarin, hacia el este, donde Gengis Khan acampó con sus guerreros. El hombre también ha contribuido a realzar los contrastes al techar con chapas de color rojo, naranja, turquesa, azul cobalto o marrón las casas de los pueblos perdidos en las inmensas superficies cubiertas de hierba que, agitada por el viento, evoca ese mar inexistente en Mongolia. Aunque sin duda el mayor contraste es conocer Ulan Bator, máxime si el viajero llegó al país en tren, el Transmongoliano, por el norte. La inmersión en esta ciudad de casi un millón de habitantes supone un choque brutal para quien se ha pasado días recorriendo la soledad. La capital de Mongolia es un híbrido en el que, bajo la vigilancia de cuatro monstruosas centrales térmicas de imponentes chimeneas que llenan el cielo de humo, como si en ellas se fabricaran las nubes, conviven los restos de una urbe de estética soviética con nuevos edificios de atrevidos diseños que crecen sin ninguna planificación. En la periferia florecen barriadas de gers donde se hacinan miles de nómadas derrotados en los últimos años por un clima cada vez más radical -fríos intensos seguidos de veranos muy secos- que ha terminado con sus ganados y que amenaza, de persistir, con acabar con un tipo de vida tan dependiente de la naturaleza. Un riesgo que no se percibe en el centro de la ciudad, donde la vida gira en torno a la gigantesca plaza de Sükhbaatar o la avenida de la Paz, la arteria principal, llena de tiendas de moda, locales de diversión nocturna y restaurantes, y por la que pasean jóvenes de ambos sexos vestidos a la moda occidental, hombres colgados de teléfonos móviles o con ordenadores portátiles y niños manipulando sus consolas de videojuego.
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  • Mares de suave hierba en Mongolia, uno de los últimos reductos nómadas
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  • En la grupa del viento
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