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  • Venecia es como la vida, todo el mundo habla de ella como si la conociera, como si supiera su secreto, pero en realidad nadie la conoce. Venecia y la vida son el misterio de saber por qué tanto misterio, en qué consiste la fascinación de una serie de riachuelos pútridos y de palacios acosados por las gaviotas y por qué seguimos atrapados en un cuento del que ya conocemos el final. Y sin embargo, Venecia y la vida son dos obsesiones eternas. Nos gusta conversar sobre ellas, llenarnos la boca con el sonido de su nombre, hablar sin haberlas visto ni haberlas comprendido, porque nombrar es una forma de conocer lo que se ama y de amar sin conocer. Venecia se refleja no solo en el agua que repite hasta el infinito la ostentación de sus piedras, sino en los miles de ciudades que en el mundo reclaman el nombre de Venecia: hay Venecias de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur. Pero en realidad Venecia como el verdadero amor es solo una. La ciudad que desde el principio se construyó para asombrar. Con el saqueo de Constantinopla, el doge Dandolo se pagó una ciudad de ensueños y la República Serenísima; como todos los nuevos ricos, decidió construir la capital de las maravillas y vivir de ellas hasta ahora. En la II Guerra Mundial, la belleza protegió a Venecia. Nadie se atrevió a bombardearla. Y ahora la belleza es su principal amenaza. Todos temen que Venecia se hunda y se pergeñan proyectos millonarios en euros y en disgustos como el Mose. Mientras el verdadero hundimiento es la despoblación de Venecia. Con solo 60.000 habitantes en el casco histórico, la mitad de ellos de más de 65 años, la ciudad del agua se encamina resignada a su futuro de parque temático, de ciudad-museo. Salvar Venecia es devolverle la vida a sus calles, la cesta con el correo a sus muros. De día, miles de turistas la profanan con su prisa. De noche, Venecia se queda a solas con sus muertos. En Venecia todo flota: las iglesias, los palacios, la moral, las pasiones, los secretos. Todo flota menos los miles de troncos sobre los que se levanta parte de la ciudad. Érase una vez una ciudad tejida de puentes, hilvanada por pequeñas puntadas de piedra que atravesaban canales de agua sucia. Una ciudad que es como un decorado de teatro, demasiado hermosa para ser real. Una ciudad de bruma, de ecos en el agua, de rayos de sol que convierten el líquido pútrido en champán. De señoras rubias muy pálidas vestidas de armiño, de gatos enamorados de la luna, oculta siempre entre las nubes. Las puntadas de los puentes cosen al mundo los costurones de agua plateada, negra, gris, dorada o turquesa según el humor de los dioses y de las mareas. Los turistas se abalanzan sobre ella deseosos de aspirar cada canal, cada ventana geminada, cada patio recóndito. Como vampiros, quieren succionar su belleza para metérsela en vena, pero es Venecia la que los vampiriza, la que se apodera de su voluntad hasta que ya no es suya y lo único que queda de ellos es el anhelo de volver. Levantada sobre miles de troncos petrificados y sobre el ingenio de los últimos caballeros del Imperio Romano, Venecia no es de cartón-piedra, pero a veces lo parece. Las campanas se echan a volar canal abajo y las miradas se escapan campanile arriba. Dicen que a la ciudad debes venir con tu gran amor, con aquel de quien te has enamorado. Lo dicen, pero no es cierto, porque lo que sucede es que cualquiera que venga a Venecia se enamorará para siempre, pero no de la persona que esté a su lado, sino de la ciudad. Y la ciudad es una amante celosa. Te atrapará con su belleza y sobre todo con el reflejo de su belleza, que se escapa entre las manos como el agua y la vida. Con una excusa u otra, siempre volverás. Venecia te ha mirado. Una profesión honrosa Venecia nos atrapa porque todos estamos a punto de hundirnos y nos queda la esperanza de ser como ella. Esta ciudad enseña que la decadencia puede ser una de las bellas artes, una profesión honrosa como otra cualquiera. Venecia es para todos la Atlántida del futuro, amenazada por las aguas que le dan la vida del mismo modo que todos nosotros estamos aterrados por las horas que nos permiten vivir y al final nos dan muerte. En el café de Quadri y en el Florian, la música de los virtuosos rusos seguirá sonando para acompañar los manuscritos de la Biblioteca Marciana y los mil cuatrocientos años de historia de la Serenísima República cuando esta se hunda entre las aguas. Pero no se confíen, no piensa hacerlo de momento, nosotros nos hundiremos antes que ella. Y eso que este sería el hundimiento más glorioso del mundo: la espuma de las mareas devora los bricole que marcan el camino hacia el futuro; la Torre del Reloj señala el paso hacia la Strada Nuova, donde se hacinan las personas y los negocios chinos. Basta alejarse un poco hacia el corazón de Castello para admirar el Campo de las Maravillas, la iglesia de San Giovanni y Paolo y el hospital más misterioso de Europa. O hacia los muros del Arsenal o al Campo dei Mori, donde la estatua de Rioba juzga severamente a la ciudad desde hace siglos. O mejor desde el corazón de Dorsoduro hasta los jardines del Museo Guggenheim o los candelabros encendidos del Ghetto. Basta alejarse para ver que Venecia sigue intacta; que lo intentarán, pero no podrán conquistarla. Al amanecer en los mercados de Rialto o después de oscurecido entre los fantasmas de la Frezzeria, donde los escaparates de Antonia Sautter comparten con nosotros los mejores trajes de Venecia y el esplendor del carnaval que desfilará hacia el Palazzo Pisani-Moretta con las máscaras de Stanley Kubrick y Hollywood entre bambalinas (las fechas del carnaval son este año el 19 y 20 de febrero y del 26 de febrero al 8 de marzo; www.carnevale.venezia.it). Será Il Ballo del Doge, el mejor baile de carnaval de la ciudad de los bailes de carnaval, donde el Settecento conquista el siglo XXI a través de un túnel del tiempo del que solo la fría belleza de Antonia tiene la llave. Y podemos ser libres o al menos fingirlo paseando por le Zattere al alba, esperando que abran el Nico para tomar el mejor café a este lado de las Antillas mientras los contornos del Molino Stucky Hilton se llenan del fantasma de Joseph Brodsky y el de Ezra Pound. Atrapados en la memoria de los conventos donde las niñas huérfanas tocaban las canciones más tristes y las más bellas. En todos estos lugares, Venecia nos promete que es solo nuestra, y nos miente, claro, como todas las deliciosas amantes de Casanova. Pero miente muy bien y miente con música: la de las olas, la de los remos de las góndolas y los bragozzos, la de las cucharillas del café en la terraza del Europa Regina. Vivaldi interrumpía las misas para apuntar un acorde y el viajero interrumpe el viaje para soñar que es otro. Yo no he escuchado a Maria Callas en La Fenice ni he visto arder el teatro sobre el agua, pero he escuchado el canto de los gondoleros que acongojó a Wagner, que murió en un palacio que ahora es un casino. En los dos últimos siglos no hay artista de renombre que no la haya pisado y es más fácil decir quién no estuvo que quién se demoró aquí. En San Miguel, la isla cementerio, la tumba de Ezra Pound celebra los únicos poemas de Nietzsche. Un granadino Mariano Fortuny conquistó la ciudad y el mundo con sus brocados. Solo hay una ciudad en el mundo más hermosa que Venecia, y es la sombra de Venecia en el agua salada de la laguna. La sombra de la ciudad, que es también la máscara de la ciudad, puesto que esta es una ciudad que se cubre los ojos para esconder su mirada. Una ciudad enmascarada repleta de espejismos. En Venecia nada es lo que parece. Las piedras que pisas pesan toneladas y tienen raíces como árboles fantasmas. Napoleón llamó a la plaza de San Marcos "el salón más elegante de Europa", aunque la verdadera gran plaza de Venecia es de agua: el Bacino de San Marcos: con la isla de San Giorgio en una de las esquinas, la iglesia del Redentor asomando en la otra, la punta de la Dogana en un extremo del rombo de agua y finalmente las dos columnas coronadas por el León y por San Marcos y que son el dintel de entrada a la Serenísima, antigua dueña del mundo y hoy ciudad provinciana adorada, invadida e incomprendida por el mundo. Una ciudad a la deriva en el mar y en la historia. Los avatares de los siglos le son ajenos, Venecia siempre tuvo sus propios avatares. Venecia es un imperio demasiado reciente. La humildad de los romanos que perdieron el poder hace siglos aún no se le ha contagiado a los venecianos. El verdadero veneciano es una especie en vías de extinción. Los viejos pescadores venecianos aseguran que en el Casino de los Fantasmas, al fondo de la Fondamenta Nuova, las almas de los antiguos retumban en las noches de niebla. Es más fácil escribir sobre unos zapatos que sobre el amor, y más sencillo describir Albacete que Venecia. Porque sobre el amor y sobre Venecia todos han escrito, todos han opinado y casi todos los grandes han pasado aquí algún momento de su vida. El escritor Gore Vidal me confesó en Ravello lo mucho que le gustaría volver a su Venecia, a la Venecia donde Peggy Guggenheim tomaba el sol semidesnuda en el palacio Venier des Leoni, cuando el Harry's Bar aún no había sido devorado por domingueros que no leen a Hemingway, solo van donde él fue. Solo hay un lugar en el mundo más hermoso que Venecia, y es la Serenísima reflejada en sus propias aguas. Y solo hay algo que las supere a las dos en belleza: su recuerdo. En Venecia, la belleza es una barricada, es lo que de verdad protege a la ciudad mucho más que sus muros de agua. Unos cuantos idealistas y caballeros prefirieron la malaria a los bárbaros y se refugiaron en sus miles de islas y en su cieno eterno. Desde Rivo Alto Refundaron una República a la romana que se convertiría en la Serenísima. Los mosquitos y la peste los echaron de Torcello, pero desde Rivo Alto conquistaron el mundo. No como ellos creían con sus naves, con sus perfumes, con sus especias y su costumbre anticipada mil años de que todo tiene un precio. La conquistaron con su belleza. Solo la fragilidad de las ojivas de sus palacios protegió a Venecia en la guerra Mundial cuando los pilotos de todos los ejércitos tenían orden estricta de respetarla. Ningún general era tan rico o tan inculto que no desease un palacio a orillas de la calle más hermosa del mundo. Una calle de agua que se alarga en los inmensos paseos entre las bricole y la laguna hacia las estrellas. En Venecia el tiempo no existe; por eso Francesco de la Vigna retrata a Picasso en su busto de Tintoretto en la Scuola Grande di San Rocco, una de las siete maravillas de los mundos perdidos. Existen solo las horas marcadas por las campanas y las mareas. Así es la vida en la ciudad de agua pendular y perdularia. Venecia, que escandalizó a Europa con el número y belleza de sus cortesanas, se refugia en la barra del Bauer y en el Piccolo Mundo contra la noche desierta, que da miedo incluso a los fantasmas. Si quieres tomarte una última copa o cenar muy bien y muy tarde, vete a A Beccafico en el Campo San Stefano; es el último restaurante y el último bar abierto en Venecia. Adeli, el dueño, tunecino, tendrá siempre un limoncello y una palabra amable para el alma descarriada que busca cómo hincarle el diente a la nostalgia que apuñala las brumas. Marisco delicado como el beso de una novicia en la boca de Casanova o la espuma del Florian donde Giacomo se detuvo a tomar o a contar que se tomaba el último café antes de huir de las prisiones de la Signoria. Cerca del Campo Santo Toma está el restaurante Da Ignazio, donde la maravillosa Ada, como su nombre indica, convierte las cenas en ceremonias mágicas, del capesante a los langostinos salvajes. Es el refugio secreto de los notables venecianos y los viajeros iniciados en los secretos culinarios de la laguna. Para disfrutar de sutiles mezclas de crustáceos con higos, caviar y recetas secretas, de buena conversación, perfecto castellano y un maître letraherido a poca distancia de San Marcos está Da Ivo, frecuentado antaño por la duquesa de Alba y la realeza europea y hoy por toda la nobleza de incógnito. Giusseppe convierte todas las noches en Las mil y una noches. Y para los amantes del Orient Express, Eligio, en Do Forni, con su hijo Diego han reproducido la alta cocina y vagones auténticos del Venecia-Simplon. Es difícil huir de los asfixiantes brazos de las cariátides de la Señora de la Laguna, difícil pero necesario para descubrir las islas de colores: Murano y sobre todo Burano, para pasar una tarde en Torcello a la sombra de los mosaicos y de la golosa lujuria de la Locanda Cipriani, que, lejos de la sencillez que encantó a Hemingway, es hoy día el restaurante más lujoso de Venecia. O para degustar en la vecina isla de Mazzorbo el vino de los Doges resucitado por Gian Luca Bisol o un champán con uvas de la laguna. O gozar del mejor centro de talasoterapia del mundo, con Venecia a nuestros pies en el Unión Lido, en Cavallino, una de las mejores opciones para las familias y de las más económicas. Parque de juegos, playa y barco al otro lado de la plaza de San Marcos. Porque la ciudad está repleta de millonarios, pero no es solo para ellos. Es para gourmets y no para ricos. Los que no pueden regalarse el Luna Baglione, el Europa Regina o el Danieli, pueden acudir a una simpática compatriota escultora que alquila a precios muy arreglados apartamentos con encanto en casaguayvenecia@gmail.com. El dueño de Venecia no es el león de piedra que nos dice adiós, sino la sombra del león que nos alcanza. Hay un momento en la niebla en que el arte es tan sutil que hace daño y uno quisiera irse pero nunca se va del todo. Una parte húmeda y oscura de nosotros se queda flotando entre los campaniles igual que flota la ciudad sobre millones de troncos. Sobre un bosque invertido como el subconsciente de un dios sin nombre.
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  • Del café de Quadri a la terraza del hotel Gritti Palace, visiones puramente venecianas
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  • La ciudad espejismo
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