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  • Los faros son iconos contemporáneos de la unión entre cultura y naturaleza. Fe de ello da el obrón realizado en el faro de Santa Catalina, a las afueras de la localidad vizcaína de Lekeitio. Esta metáfora de puerto vasco con encanto se ha ganado el apelativo de Centro de Interpretación del Patrimonio Marítimo. Y tiene como recurso insignia el Centro de Interpretación de la Tecnología de la Navegación, usufructuario de las antiguas viviendas fareras. Es continuo el flujo de vecinos entregados al paseo por los 1,5 kilómetros de carretera al faro. Nadie -no solo quien se considere recalcitrantemente farófilo, sino cualquier familia- puede ignorar este promontorio, prolongación de la cumbre costera del Otoio (396 metros de altitud). Hasta hace meses, el faro ni siquiera estaba indicado en Lekeitio y una red protectora lo defendía del vandalismo. Hoy, gracias a la inyección de 2,7 millones de euros, la estructura deslumbra por su porte de geometrías puras que respeta los volúmenes de la fábrica original. Aparte de sus bondades paisajísticas, de lo que tiene de magnífica y emocionante experiencia de navegación virtual, el faro de Santa Catalina es una visita imprescindible. Se erige en el primer faro accesible del País Vasco, con la excepción de la linterna, que sigue siendo privativo de la autoridad portuaria. Recrecida en 1957, la torre de 1862 cuelga de un resalte del escarpe a 46 metros de altura, dibujando su silueta en el aire de manera que la estructura hexagonal y la piedra gris parecen a merced de las contundentes olas del Cantábrico. El efecto óptico de envolvimiento marino es más que notable. Ya solo la entrada al centro resulta peculiar. Para que la experiencia sea lo más vívida posible, se recomienda enfundarse el chubasquero que se ofrece a la entrada. Pese a que se mantienen las rampas y escaleras originales, nada hay como tomar el ascensor acristalado, perturbador para quien sufra de vértigo y apto para discapacitados. Contribuye decisivamente al deslumbrante efecto final de la plataforma aterrazada. De la oscuridad del interior de la primera sala brota la imagen ectoplasmática de Antolín, arrantxale (pescador) que explica los rudimentos básicos de la navegación, así como el instrumental, del astrolabio al GPS. Impacta, y mucho, el siguiente habitáculo, en el que Antolín invita a embarcar virtualmente en el pesquero Goizeko Izarra (Lucero del Alba), pintado de forma similar al pesquero-museo Playa de Ondarzabal, que podremos abordar después, tangible, atracado en los muelles lekeitarras (visitas guiadas por el interior). La travesía costea virtualmente el mismo faro de Santa Catalina y nos depara una tempestad 2.0 que coquetea con atracciones como las de PortAventura. En la casa que fue del farero auxiliar se halla el aula didáctica. Cola de ballena De nuevo en la terraza, encima de la cola de ballena que sirve de logo, uno se siente afortunado de paladear la luz negra del Cantábrico, con la que tanto se identificaba Chillida, compartiendo las perspectivas reservadas antaño a los cuidadores de la luminaria, que actualmente acuden para su mantenimiento desde el faro de Machichaco, visible en lontananza. También resalta el cabo Ogoño. Hacia Guipúzcoa, el Ratón de Getaria, y, en días claros, el golfo de Vizcaya hasta Bayona (Francia). Festín visual enmarcado por una topografía violenta de acantilados como solo la costa vasca es capaz de generar. Que nadie se asuste, en días brumosos (mayormente primaverales), del estentóreo géiser de sonido metálico que emite la sirena en código morse: la letra "L" de Lekeitio. Una vez finalizado el recorrido, a nadie se le conmina a desalojar, y quien lo desee puede acceder a la terraza por 1,50 euros. Las visitas, de 45 minutos de duración, son guiadas y es preciso reservarlas a través de la oficina de turismo, puesto que los seis pases diarios arrojan un aforo de 120 personas. Conviene acabar degustando las anchoas en salazón o el queso Idiazabal en el bar del faro, la mejor galería para disfrutar de la panorámica, ya sin el molesto viento dominante. A la vista está, en plena falda del monte Otoio, la musealizada atalaya, desde donde se columbraban ballenas, cuando no enemigos. Subir a pie en media hora es una recomendabilísima invitación para caminantes. Para ello, buscar el inicio del camino saliendo en coche hacia Ispaster y tomando en la rotonda de salida la señal Industrialdea. Hasta la inauguración esta primavera del museo de mareas en las marismas del río Lea, el visitante puede conocer en Lekeitio el lagar de chacolí descubierto en el palacio de Sosoaga. Y en general, un caserío antiguo (no perderse el palacio de Uriarte o la calle de Arranegi, en el barrio de pescadores) y un puerto que, por su mala conexión con la autopista, ha sabido conservar sus señas de identidad. Tranquilidad, relax. La oferta de turismo sostenible en Lekeitio responde a la marca Cittàs Slow (ciudades lentas), asociación internacional que propugna la defensa del modelo de vida pausado. Desde todos los aspectos relumbra la basílica, con un retablo mayor espléndido. La cercana playa de Karraspio pertenece, sí, a Mendexa, pero debería incorporarse al itinerario al ser una de las más bellas del País Vasco.
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  • Lekeitio, la gran linterna de la costa vizcaína, se convierte en una atracción turística
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  • Una de anchoas en el faro
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