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  • Desde el hotel, una cartuja del siglo XIV, con la piscina diabólicamente colocada bajo el campanario, entre olivos y flores, se divisa la ciudad, envuelta en el silencio. Mientras surca el agua transparente, el viajero se imagina convertido en ángel, un ángel que, asomando la cabeza entre las nubes, contemplara la Tierra, a la que habrá de bajar para cumplir una misión. Tal vez buscar almas buenas. Como en Sezuan, donde los propios dioses no encontraron más que una, la de una prostituta que, para no sucumbir a los abusos de los demás, se veía obligada a escindirse. Con cambiar de ropa y el tono de voz, aparecía su primo, encargado del trabajo sucio. A medida que se acerca a la ciudad, el viajero aprecia cada vez más sonidos: el agua de las fuentes, los pájaros en los árboles, los gritos de los niños. La tentación de quedarse aquí es tan grande como las que padecieron santos y eremitas en el desierto, a quienes los demonios ofrecían catálogos de perversión, mientras los ángeles les ayudaban a no flaquear. Hasta el antiguo Ospedale Psichiatrico, en el monasterio de San Niccolò, un imponente edificio junto a la Porta Romana, parece un buen lugar para vivir. Pero la boca del Averno, lago de mefíticos vapores, puede abrirse en cualquier instante. En las fuentes, lobas, sapos y búhos traen a la memoria los tiempos en los que los teólogos se preguntaban si los animales eran espíritus malignos. Los monumentos y las calles de Siena están poblados de representaciones del bien y del mal, como cada rincón de Europa. Iglesias, palacios, museos. Vitrales, farolas, candelabros. Si se accede por la parte trasera, la catedral de la Asunción, a la que Walter Benjamin denominó del whisky (Black and White) por su fachada de mármol ajedrezado, parece haber caído del cielo, aplastando en su aterrizaje algún que otro edificio. Hasta tal punto está encastrada en la irregular escalinata de mármol. Como una bruja a caballo. Negro y blanco Una cruz señala el lugar en el que un diablo empujó a Santa Catalina de Siena. También cuentan que Senius y Ascius llegaron hasta estas colinas, huyendo de su tío Rómulo, fundador legendario de Roma, después de que asesinara a su padre. El primero montaba un caballo con gualdrapa blanca. El otro, enjaezado de negro. Y el escudo de Siena es negro y blanco. En la cúspide de la fachada principal, sobre el oro de un mosaico del XIX, un enjambre de ángeles invita a entrar. En el interior, un grupo de chicos, riendo, revolotea entre los pilares a dos colores que parecen calcetines a rayas. Desde el altar, una voz masculina ruega silencio. Palabras de Benjamin, tras visitar Siena en 1929: "La Iglesia no se sustenta en la superación del amor entre hombre y mujer, sino en la del homosexual. Que el sacerdote no se acueste con el niño del coro, ese es el milagro de la misa". En el suelo de las naves laterales, ocho mosaicos reproducen cada uno a una sibila, mezcla de ángel y demonio, como en el fondo lo somos todos. En mármol blanco con la silueta de estuco negro, sus poderes adivinatorios abrían el Cielo y el Infierno. A sus pies o alrededor, serpientes, ángeles y criaturas dantescas. De pronto, el viajero se topa con la plaza del Campo, una de las más espectaculares del mundo, tanto vacía como cuando está a rebosar por celebrarse en ella la fiesta del Palio. Entonces la ciudad se llena de banderines y estandartes en balcones y palcos, de toques de clarín y tambor, de invocaciones y cánticos, antorchas y lamparillas, de caballos y gentes vestidas con magníficos trajes de época con los escudos de los barrios medievales o contrade (Aquila, Drago, Gallo, Jiraffa, Leone, Orso...). Rojos, verdes, amarillos, azules entre los ocres de los edificios. Está permitido golpear al adversario con el nerbo, la verga de un buey disecada. El ganador de esta competición ecuestre obtiene el Palio, una bandera con la imagen de la Virgen. Un año sí, otro no, cada contrada elige a 40 personas para preparar las fiestas y ocuparse de tareas sociales, como cuidar de los ancianos. ¿Almas bellas? O vestigio de un mundo en el que la más espantosa dureza convivía con la más ilimitada ternura, el olor de la sangre con el de las rosas. El Museo Cívico, en el Palacio Público, frente a la plaza, alberga otra colección de seres del Paraíso y del Orco. Como ejemplo, las Alegorías del buen y del mal gobierno del sienés Ambrogio Lorenzetti. Frente a la oscuridad de la crueldad, la envidia, la codicia y la vanidad, aparecen, en colores claros, la justicia, la concordia, la magnanimidad, la paz, la prudencia... Cada viajero descubrirá aquí sus propios ángeles y demonios. En pinturas y esculturas, pero también en plena calle, a cualquier hora.
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  • Una ruta metafísica por la bella ciudad italiana, de la catedral a la plaza del Campo
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  • Siena, entre el bien y el mal
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