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  • La vida que se esconde detrás de los muros y celosías de un convento de monjas de clausura, ese anacronismo tan tentador siempre para la imaginación de cineastas y literatos, todavía conserva su capacidad de excitar la curiosidad. Y no es de extrañar, porque cuando las comunidades de religiosas se ven obligadas, generalmente por necesidades económicas, a desvelar parte de su intimidad para poder subsistir suelen salir a la luz revelaciones sorprendentes. Un buen ejemplo de ello es el del monasterio de Santa Catalina de Arequipa, fundado en 1579, apenas 40 años después de la llegada de los conquistadores españoles a Perú, y que en la actualidad forma parte del patrimonio mundial. Pese a estar encajado en el centro histórico de la conocida como capital blanca por el color predominante de la mayoría de sus edificios, tan solo a una manzana de la plaza de Armas, permaneció aislado durante cuatro siglos, envuelto en un velo de misterio y silencio. Nadie se podía imaginar qué había ni qué sucedía al otro lado de esos muros de sillería que rodeaban un recinto que poco a poco fue creciendo, casi a golpe de terremoto, hasta ocupar una superficie cercana a los 25.000 metros cuadrados, que en su momento de mayor esplendor albergó a unas 500 mujeres de las que tan solo 180 eran monjas. Cuando en 1970 se abrieron al público las puertas que daban acceso a buena parte del convento, la primera sorpresa fue encontrar una ciudad dentro de la ciudad. Las celdas de aquellas monjas elitistas que provenían de familias nobiliarias españolas y arequipeñas, en realidad auténticos apartamentos de varias habitaciones, con cocina independiente, pozo propio y algunas incluso con retretes de loza, no se alineaban en largos y tenebrosos pasillos, sino en auténticos pasajes, calles y plazas, bautizados con nombres como Córdoba, Toledo, Sevilla, Granada, Burgos, Málaga o Zocodover, en los que los alarifes y obreros reprodujeron algunos de los rasgos típicos de sus homónimos españoles. Así se pueden apreciar bellas puertas de madera, sobrias fachadas blasonadas de mármol, naranjos decorando plazas, macetas de geranios reposando en los zócalos de las paredes o colgadas de las rejas de los grandes ventanales, o aires mudéjares en algunas de las construcciones, un raro injerto de la cultura árabe en el nuevo continente. Solo el llamado patio del Silencio y tres claustros (a los que se asoman algunas celdas notables), la iglesia y las dependencias comunes para las novicias, las monjas cuyas familias eran poco adineradas o el servicio, recuerdan que esta geografía urbana es en realidad un establecimiento religioso, una especie de ciudad dedicada a Dios. Los contrastes que proporcionan la intensa luz arequipeña y las sombras, la placidez y el silencio, el murmullo del agua de las fuentes, el canto de los pájaros y el juego de los colores que tiñen los contrafuertes, los arcos y las paredes de piedra volcánica de blanco, azul añil, siena o rojo vino invitan a callejear sin prisas, a demorarse en cualquier rincón, y delimitan las fronteras entre este espacio interior y el exterior mucho más que los muros de la ciudadela. Dos mundos que, contemplados a un tiempo desde una pequeña terraza adosada a la iglesia, pierden su trascendencia en comparación con las moles de los volcanes que tutelan la ciudad de Arequipa (situada a 2.335 metros): el Chachani, de 6.075 metros de altura, el Misti, de 5.825 metros y el Pichu Pichu, de 5.664 metros. Un piano de Londres La otra gran sorpresa fue descubrir, vanitas vanitatis, que la vida de las religiosas no estaba exenta de las pasiones que afectan al común de los mortales. El orgullo, la ostentación, las malas artes y hasta el mercantilismo anidaban en la comunidad, según se desprende de algunos documentos expuestos, la exquisitez de los enseres -en la celda de la priora Manuela de San Francisco Javier Rivero se expone un piano fabricado en Londres por el que pagó 4.000 francos de la época-, la riqueza de la decoración y las diferencias entre las viviendas, por mucho que se tratara de un convento de ricos. Las monjas, para enclaustrase, debían pagar una dote generosa, estipulada inicialmente en 1.000 pesos de oro y otros 100 pesos corrientes para alimentos. Pero tras los efectos devastadores del terremoto que afectó gravemente al monasterio en 1582, el primero de los cinco que sufriría a lo largo de los cuatro siglos siguientes, se inició la tradición de que las familias de las monjas construyeran las celdas, lo que originó no solo la amalgama de estilos arquitectónicos que conviven en el monasterio y su fisonomía como ciudad, sino el florecimiento del negocio inmobiliario de la compraventa de celdas. Una práctica mercantil que se reproducía todos los domingos, cuando las monjas intercambiaban hilos y labores en el mercado que establecían en la plaza de Zocodover. Una actividad menos inocente fue la que desplegaron algunas monjas a mediados del siglo XVII cuando fue nombrada priora sor Ana de los Ángeles Monteagudo, cuyos esfuerzos por imponer el ascetismo en la comunidad le supusieron tres intentos de asesinato por envenenamiento, de los que salió ilesa. Acaso como contrapartida, esta comunidad era capaz de llevar su piedad hasta el extremo de proteger a los animales al estilo de los jainitas indios, evitando matar a ninguna criatura, incluyendo las pulgas, a las que incluso procuraban alimento en los pulgueros. Estos pequeños recipientes cilíndricos de vidrio comparten espacio en las hornacinas de algunas celdas con relicarios transparentes en los que se guardan restos de algunos religiosos próximos al monasterio, como corazones o la lengua del obispo de Arequipa, Juan Gonzaga de la Encina.
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  • No mataban a ningún animal, pero las intrigas incluyen intentos de asesinato. El peruano monasterio de Santa Catalina, una ciudad dentro de Arequipa
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  • Piedad con las pulgas
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