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  • Estas viviendas de los campesinos ibicencos constituyen una sorpresa para el arquitecto moderno", escribió Erwin Broner en 1936 en la revista AC, la biblia del movimiento racionalista de la España republicana. "Nos impresionan por su belleza formal, como todo lo que es bueno y se ajusta simplemente a su objeto; a pesar de ser construidas por simples campesinos, comprenden todos los elementos necesarios al hombre exigente. La imaginación se revela como factor natural". Erwin Broner pasó media vida en Ibiza seducido por ese instinto de belleza mediterránea que palpita en la isla. Un latido anterior al chill out. Una Ibiza que todavía existe y convive, auténtica y sencilla, con los turistas, los clubes tecno, la moda ad lib y lo que queda de los hippies. 01 Una casa de armonía Broner, nacido como Heilbronner en una acomodada familia judía de Múnich, se formó como arquitecto en la Bauhaus y recaló en Barcelona huyendo del régimen nazi. En un viaje a Mallorca hizo escala en Ibiza, y ya no pudo dejar de volver a este lugar que también refugió en los treinta a intelectuales y artistas como Walter Benjamin, Raoul Hausmann o Paul Gauguin, nieto del pintor. Broner recorrió Ibiza en bicicleta, estudiando sus construcciones tradicionales. Tras un millón de peripecias, incluido el exilio en Estados Unidos, donde sería animador en Hollywood, encontró aquí su paraíso particular y vivió sus últimos años en el barrio pescador de Sa Penya, en una casita blanca que mira al mar. La construyó en 1960, integrando en ella su formación racionalista con lo que le había enamorado de la arquitectura popular ibicenca. Las paredes curvas, el color blanco salpicado con planos color, la cubierta plana con su elegante chimenea. Formas esenciales, tan funcionales como hermosas. "Comprendió, como pocos, la arquitectura nativa y supo armonizar lo nuevo, que trajo consigo, con lo de siempre, lo incambiable", escribió sobre Broner el arquitecto Josep Lluis Sert. Desde el banquito bajo que hay junto al hogar de la Casa Broner, hoy museo, una alargada ventana enmarca la bahía, y uno comprende por qué este arquitecto cosmopolita e inquieto se quedó a vivir aquí. La casa, cedida tras su muerte en 2005 por la viuda de Broner al Ayuntamiento, ha sido recientemente restaurada. Todavía faltan los muebles para que el museo esté completo, pero quizá vacía sea aún más deliciosa de ver, en toda la pureza de sus espacios blancos. 02 El barrio recuperado La Casa Broner encabeza la remodelación de Sa Penya, "un barrio del XVII que sufrió un proceso de abandono y marginalización desde los años ochenta". El concejal del Núcleo Histórico, Marc Costa, lo recorre con un grupo de vecinos en unas visitas guiadas que el Ayuntamiento ha bautizado Abierto por obras. La idea es enseñar a vecinos y curiosos cómo se transforma un barrio con precisión quirúrgica. Entre los proyectos de rehabilitación está el bonito Mercado de la Pescadería, que quieren convertir en un modelo gastronómico (tipo el Mercado de San Miguel en Madrid), y un moderno centro cívico construido donde antes había un lavadero levantado por el propio Broner para sus vecinos. La gentrificación planeada pasa también por expropiar una manzana de infraviviendas okupadas "donde se ha acantonado la marginalidad y el menudeo de drogas", según el concejal. En su lugar se construirán nuevas viviendas de protección oficial para jóvenes. La cosa está en proceso, y el barrio todavía conviene visitarlo de día; en la Casa Broner, una exposición muestra el detalle de toda la operación. Al otro lado de la muralla, ya en la Dalt Vila, otro novísimo ejemplo de arquitectura contemporánea convive con lo que siempre estuvo allí: la ampliación del Museo de Arte Contemporáneo, obra de Víctor Beltrán que con sus grandes ventanales se vuelca sobre la vieja ciudad. 03 Susurros de Paz Vega Metida en un iPod Shuffle, Paz Vega acompaña al turista por el casco histórico. "Me han hablado de ti, el de los cascos, yo soy quien estabas esperando", susurra en los auriculares la actriz de Lucía y el sexo, asidua de la isla. La grabación es una de las audioguías que ofrece la oficina de turismo para recorrer el casco antiguo. Durante más de hora y media, Paz Vega desgrana jadeante el "cúmulo de sensaciones intensas y maravillosas" que supone el recorrido y da cuenta de la historia de la ciudad patrimonio mundial de la Unesco, desde sus orígenes púnicos y fenicios, intercalándola con leyendas, secretos y poesías. "Voy caminando de noche por las calles de una ciudad antigua y secreta. / Camino y, al hacerlo, me extravío como en un laberinto de piedra y de nostalgia", le dicta Antonio Colinas (del Libro de la mansedumbre). La narración es amena, pero lo más divertido es el momento gincana que supone seguir sus instrucciones prácticas: "A tu derecha hay siete escalones, súbelos; sigue por tu izquierda, busca un escudo labrado en la muralla, dirígete hacia él", etcétera. En el convento de las Hermanas Augustas, la versión virtual de la actriz recomienda relajarse y disfrutar del "sonido del silencio". "Si quieres, presiona pausa", dice la grabación. Otra manera de descubrir el centro son las visitas teatralizadas donde un grupo de actores dramatiza los eventos históricos del fuerte renacentista a través de una historia de amor prohibido. También las hay en la necrópolis de Puig des Molins, donde se representa la vida islámica, un entierro púnico, una pelea romana y la recreación de la vida diaria en el campo. 04 Almendros y vino En el campo es precisamente donde se respira la Ibiza más tradicional. Un campo de almendros, algarrobos e higueras ancianas que se precipitan al suelo de viejas; los payeses las calzan con bastones para que no vuelquen. Bajo el lema Conoce la verdadera Ibiza, Bartolo Planells, de Mammoth Ibiza, organiza rutas en bicicleta por esta otra cara de la isla llena de campos de cultivo y elegantes casitas campesinas que siguen casi igual que cuando Broner se enamoró de ellas. Y lo hace desde San Antonio, uno de los puntos más deslustrados por el turismo masivo. "Pero incluso aquí se va notando que eso ya no funciona", dice Planells, "los bares de chupitos cierran y los hoteles se centran en las familias y los fines de semana en pareja". Incluso se ha acuñado un sello de calidad, Small and Friendly (pequeños y amistosos; www.smallnfriendly.com), para los alojamientos del pueblo que se adapten a este nuevo movimiento slow que trata de curar las heridas abiertas por la voracidad del turismo de sol y playa. Al poco de salir en bici de San Antonio, uno no puede estar más lejos del retumbar de los karaokes del pueblo. Una red de pistas ciclistas señalizadas se pierde por los bosques de pino carrasco y entre los viñedos. Nuestra ruta pasa por el valle de Buscatell y el manantial de Es Broll; agua dulce, tan preciada entre tanto mar salado... Por eso en el camino no faltan las albercas que recogen la lluvia y por ello también son planos los tejados de las casas en los que desde siempre se ha recogido el agua. Las cuestas montañosas acaban con un justo descanso del guerrero en la bodega Sa Cova, en el bonito pueblo de San Mateo. Allí Juan Bonet produce vino desde los años noventa. Es el pionero de una industria que cuenta con cuatro bodegas con denominación de origen de la tierra. "Hasta entonces, y desde el siglo VIII antes de Cristo, cuando fenicios, griegos y romanos introdujeron la tradición vinícola en la isla, los payeses elaboraban vino solo para consumo propio", explica Bonet. Con uva monastrell, autóctona de la isla, y con malvasía, "que los payeses llaman grec, por los griegos". Desde la terraza donde ofrece la cata de sus ricos vinos, frente a sus viñas que ocupan el valle que hace miles de años fue una laguna, Bonet cuenta cómo esto se ha convertido en su refugio tras una vida anterior en el turismo convencional. Era guía "cuando te miraban como un bicho raro por saber inglés" y se acabó casando con una turista que conoció en los sesenta. Resume divertido las oleadas de visitantes ibicencos: "Sin contar a los fenicios, el primer turista llegó en 1929; antes de la guerra empezaron a venir alemanes, Frau Magnus era la única guía y les esperaba en el puerto... Luego llegaron los beatniks; después, los peluts, muchos, chicos de familia bien que no querían ir a Vietnam, y al final aterrizaron los clubbers". "El turismo ha cambiado esta isla", continúa Bonet, "antiguamente los dueños de la costa eran los pobres de las familias, los hermanos pequeños a los que les quedaba el peor solar, cerca del mar, donde el salitre estropeaba el cultivo; luego se forraron construyendo hoteles, pero ahora el modelo turístico está cambiando de nuevo, el futuro está en ofrecer calidad versus cantidad". 05 Encanto blanco En busca de esa calidad conviene perderse por las carreteras secundarias del interior para descubrir el encanto blanco de localidades como Santa Gertrudis de Fruitera o Santa Inés. Se puede hacer en coche o a pie, gracias a unas detalladas rutas de nordic walking (trekking con bastones), el deporte de moda en Ibiza, que compite con bailar hasta el amanecer. En Santa Gertrudis hay que parar a ver la preciosa iglesia encalada que con su Sagrado Corazón parece sacadita de México y aprovechar para probar el jamón del Bar Costa, un clásico. En San Rafael está el corazón alfarero de la isla con un par de talleres. San Miguel, construido sobre una colina con la iglesia en lo más alto, sirvió como refugio ante los saqueos de los piratas, y en Port de Sant Miquel de Balansat hay otro rincón con una historia corsaria. Por la Cova de Can Marçà introducían los contrabandistas de hace un siglo tabaco, alcohol y lo que pillaban. Hoy la cueva es un gracioso parque temático de estalactitas, luces de colores y música psicodélica que invita a ver formas en la piedra milenaria: que si el templo de Buda, que si el anciano meditando... Aún más surrealista que esta cueva amenizada para el turista resulta el islote que hay frente a su boca acantilada. Se llama Sa Ferradura y saltó a los medios hace unos años cuando el propietario holandés la vendió por unos supuestos 33 millones de euros, convirtiéndola en la isla más cara del mundo. Sus excéntricas mansiones, piscinas, spa, discoteca y exóticos jardines parecen, sin embargo, vacíos. 06 Y al final, la playa Está claro dónde acaban todos los viajes en una isla: frente al mar. Con 210 kilómetros de costa, 2.948 horas de sol al año y varios templos mundiales del ocaso, lo difícil en Ibiza es elegir el lugar en el que tirarse a no hacer nada. Para los más activos hay todo tipo de ofertas, desde submarinismo para explorar las praderas de posidonia hasta kayak, kitesurf, pesca... La última moda, el paddle surf, donde la tabla, especialmente grande, se controla con la ayuda de un remo de canoa. Los menos hábiles siempre podrán disfrutar del placer de comer a pie de playa. Ibiza ha llevado el concepto del chiringuito más allá, y abundan los restaurantes de copa y mantel a un paso de la orilla. En Sa Caleta, muy cerca, pero tan lejos conceptualmente del aeropuerto, se come con una vista impresionante de esta pequeña cala protegida por el acantilado. Y se come todos los días del año estupendamente bulit de peix y fideuá, espardenyas y raors. El dueño se pasea simpático por las mesas para ver qué tal, ofreciendo postres caseros como flaó y greixonera y el humeante café Caleta, que viene en un puchero con brandy, ron, azúcar y cáscaras de limón. También se puede comer frente al mítico islote de Es Vedrà. Se supone que de él emana una energía paranormal y forma parte de un triángulo mágico donde las palomas mensajeras pierden el sentido de la orientación. "Algunos dicen que han visto ovnis allí, pero yo solo he visto mucho marciano", resume un lugareño. Para contactos más terrenales, el restaurante El Carmen, en Cala d'Hort, tiene una magnífica vista del islote mágico que se puede combinar con la degustación de pescados a la brasa y arroces. Tanto gusta que hasta existe el grupo de fans en Facebook We Love Restaurante El Carmen. ¿Dónde contemplar el atardecer en una isla donde los ocasos tienen hasta una colección de cedés superventas? (véase Café del Mar). El restaurante S'Illa des Bosc, en la hermosísima Cala Conta, presume no en vano de tener una de las mejores puestas de sol ibicencas. Sirven pescado y arroces como el manchado, y conviene alargar la sobremesa para disfrutar hasta el final del espectáculo naranja diario. Para quien tire al monte, de vuelta en el interior se puede saborear la Ibiza más rural en Can Caus, un amplio restaurante que forma parte de un complejo dedicado a la recuperación, producción y comercialización de productos tradicionales. Las verduras son de la huerta, y el cabrito y el cordero a la brasa, criados en la propia granja. El conejo es para llorar del gusto y consolarse luego con el flan de leche fresca de cabra. En la tienda anexa venden butifarrón, vientre relleno, sobrasada y queso batafaluga (de cabra, con el sabor de matalauva, típica semilla aromática de los campos de Ibiza). Paladeando estos sabores antiguos, uno recuerda las palabras que Erwin Broner escribió en 1965, preocupado ya entonces por el futuro de la isla ante la amenaza del turismo salvaje: "Los valores estéticos y espirituales de Ibiza -su paisaje y su arquitectura tradicional, por ejemplo- son una parte importante de su capital y fuente de riqueza (un cuestionario a los turistas sobre las razones por las que vienen a esta isla lo confirmaría fácilmente). Y hay que hacer algo inmediatamente para salvarlos, antes de que se pierdan y sean destruidos por la ignorancia o los intereses estrechos de miras". Puede estar tranquilo el arquitecto, en muchos rincones aún se respira la Ibiza de siempre.
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  • Fenicios, 'peluts', 'clubbers'... Ibiza recibe hospitalaria a sucesivas oleadas de visitantes sin renunciar a sus raíces
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  • La isla desnuda
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