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  • El gigantón levanta una piedra hasta pegarla al cielo. El hombre mide ocho metros y crece en una campa donde pastorean ovejas y niños asombrados de que en un museo ni pastores ni guardas limiten sus movimientos. Es el museo de la piedra, Peru-Harri, levantado con el sudor de Iñaki Perurena en medio de sus tierras, de su pueblo, de su patria, Leiza. Medio centenar de personas han llegado a este recóndito rincón de Navarra. Hay que salir del coqueto pueblo de Leiza, solo afeado por la papelera, y trepar y trepar por un camino de tierra o de barro, según truene, para descubrir este museo personal y personalizado. Perurena es el cicerone, su mujer Maite vende los recuerdos, y el hijo menor enseña a la chavalería a levantar variados ejemplares del museo: piedras. También es un museo personalizado, que se dice ahora, a medida del que llega. "Egun on", saluda un visitante. Y Perurena le devuelve los buenos días y una larga parrafada en un vascuence suave y musical. "¡Eh!", le para el turista, "que ya te he dicho en vasco todo lo que sé". Al cicerone igual le da explicarse en euskera que en castellano. Como hay público local, de la ribera navarra y de Cataluña, se lanza en castellano. Para cada uno tiene su aquel. "¿De Marcilla, venís? Estuve una vez levantando y me pillé un dedo". "¿Vosotros de Olot? Pues también hay gente recia allí". Es una espléndida mañana de domingo y la vista, espectacular. "En invierno se mete la niebla y no sale fácilmente", dice el forzudo. Hoy lo único blanco que corre por aquí son ovejas latxas cargadas de lana. Un gran cristal mete el paisaje en la sala del museo, el caserío de Gorritinea, recuperado a base de piedra y madera. Perurena sienta a la concurrencia en bancos y les da una charla de introducción antes de que se dispersen. "Este es un escenario para contar una historia", dice. "Llevo 40 años levantando piedras. He visto cómo han desaparecido los palankaris [lanzadores de las barras vascas] y no quiero que ocurra lo mismo con más deportes vascos, y en concreto con el levantamiento de piedras. Por eso nació este museo; sin planes, sin experiencias ni escarmientos". El peculiar museo se estrenó hace un año en terrenos de la familia. Perurena lo abre cuando alguien llama para visitarlo, lo que ocurre frecuentemente en fines de semanas y vacaciones escolares. Si no, sigue con sus múltiples y variadas inquietudes. Cuidar de la vaquería, escribir, actuar, incluso dar exhibiciones. Una vara de fresno le ayuda a apoyar la osamenta. "¿Los riñones? A mis 54 años, bien, no tengo nada... A veces me despierto en mitad de la noche, cojo el coche y me voy a La Concha. El mar me ayuda a meditar". La información de este museo no está en las paredes, sino en el corazón del levantador. Sin él, sin su charla, no merece la pena. "He encontrado unas verdades que a mí me valen para ir por la vida". Cuenta que los primeros testimonios escritos de la existencia de este deporte rural datan de El Escorial hacia 1560. "En los ratos libres los canteros vascos se entretenían lanzando piedras y cortando troncos. Más tarde llegarían las reglas para competir y apostar". Salta rápida la pregunta obvia, que contesta sin rubor. "Hice apuestas al principio, pero para mí el reto, la apuesta, era levantar la piedra, no levantar piedras para hacer apuestas". En el centro de la sala hay balones medicinales y piedras esféricas. Perurena se echa una al hombro y la pasea en la chepa, sin manos, como si fuera un crío. "¿El peso? Esta poco, sesenta". El cicerone leizatarra saca al público al exterior y lo coloca a un lado de una catapulta de -como todo aquí- grandes dimensiones. Carga un pedrusco y tensa el mecanismo. Enfrente unas cuantas ovejas triscan la hierba. La gente le advierte a Perurena del peligro. "Esas ya saben", les tranquiliza. La catapulta se dispara y, efectivamente, el proyectil cae a 20 metros de los animales, que, aun sanos, salen corriendo. Perurena sigue meditando en voz alta, explicando cada una de las esculturas, "o como lo quieran llamar", que ha plantado en su monte. Junto al caserío una mano de varios metros de grande. "Es el símbolo, creo, de todo levantador, de los deportes rurales y también del euskera. Mano en euskera es esku. ¿De origen caucásico el euskera...? Si las lenguas nacen en cualquier parte, ¿por qué una no podía nacer aquí?". El grupo de visitantes escucha con complacencia las digresiones del cicerone. "El otro día busqué en Google, Picos de Urbión, 'sistema montañoso entre las cuencas del Duero y el Ebro", decía. "Y mira qué casualidad: ur significa agua; bi, dos; on, buenas. Y junto a la Laguna Negra se levanta el castillo de Urbel: ur, agua; bel, negra, del vasco beltza". La fuerza de las raíces Si el padre Barandiarán, el gran etnógrafo vasco, le viera a Perurena le daría un honoris causa por contar y preservar las cosas de su tierra. Alrededor del levantador de cemento hay piedras funerarias y placas de pizarra con los nombres de deportistas rurales, como Saralegui y Urtain. "Venía a entrenarse por aquí con Carrasco", dice el levantador, "qué pena, perdió sus raíces". Explicaciones y chascarrillos concluyen, pero no la visita. Los chavales se entretienen espantando ovejas, y luego regresan al museo donde el hijo menor de la familia les enseña a levantar piedras de diferente tamaño. Los mayores suben al desván, que expone fotos, historias y objetos de deportes rurales; la planta noble se reserva a las piedras y los logros de Iñaki y su hijo Iñashi, cada cual con sus marcas; el hijo levantando más que nadie con una mano, el padre por repetición: durante nueve horas, una piedra de 100 kilos, 1.700 veces. "Somos la última huella viva de la vieja cultura indoeuropea. Vale la pena que no se extinga".
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  • El levantador Iñaki Perurena enseña el museo donde rinde tributo a su deporte. Un caserío navarro con ovejas incluidas
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  • Obélix sin poción mágica
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