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  • Estoy en Monçao y es temprano. La antigua estación y el cobertizo de mercancías dan cuenta de que la pequeña ciudad, con sus construcciones fantasma, no se recuperará nunca de que la hayan dejado sin ferrocarril, o caminho de ferro, que hacía de su feria algo importante, un acontecimiento semanal. El tren ahora solo llega hasta Valença, donde puede enlazar, vía Tui, la ciudad fronteriza gallega por excelencia, con líneas más rentables. Eso dicen. Los cafés abren, madrugadores, en el Alto Miño portugués. Recuerdo desde niño el olor a café de Portugal. La gente que bebe su taza a estas horas está tranquila, habla pausada, lee el periódico. En España, que el café es tan malo, es probable que nosotros pongamos nervioso al café, y no al revés. La plaza principal (Praça Deu-la-Deu) está rodeada de edificios del XVIII y del XIX. Y tiene otro fantasma, el edificio en ruinas de la Pensión Central y un mirador al río Miño, a la sombra de un árbol frondoso. Un buen tramo de curvas del río se contempla desde allí. En el Café das Termas todos los jueves -quinta feira, en portugués-, después del mercado, hay reuniones improvisadas de tocadores de concertina (acordeón diatónico), el instrumento por excelencia de la región del Miño. El acordeón desplazó a principios del siglo pasado a todos los instrumentos que encontró a su paso. Era portátil y, en días de fiesta, su vibrante sonido hacía callar a todos para empezar el baile. Viajo hacia el interior para adentrarme en zona de Encuentros de Tocadores de Concertina. A lo largo del Miño fronterizo y en las zonas de montes hacia al sur, la concertina suena todos los días de agosto en las fiestas de cualquier freguesía (parroquia). Es una música directa, sencilla, a veces demasiado simple, pero en la que también abundan los virtuosos. Es música de campo, o música de trabajadores en el extranjero (Francia y Luxemburgo, sobre todo) que vuelven a su tierra en buenos carros (Mercedes, BMWs); conectada con la música pimba (hortera) de orquestas y cantantes semihumorísticos. Verdaderamente, la música de concertina no tiene muy buena prensa entre la intelectualidad portuguesa. Muy cerca de Monçao encontramos el Palacio da Brejoeira, un edificio del XIX con una inmensa finca dedicada al cultivo del negocio local: el alvarinho. El palacio se puede visitar y nos da una idea de la vida cotidiana de los fidalgos portugueses hace un par de siglos: grandes bosques, jardines afrancesados, interiores de azulejos y salones kilométricos. De camino a Arcos de Valdevez, cada aldea tiene su día del acordeón. Paso por Barroças e Taias, dos aldeas unidas en las celebraciones de agosto con un Encuentro de Concertinas en el que los micrófonos cuelgan de un cable de lado a lado del escenario al que se van arrimando todos los tocadores y alguna valerosa cantadeira que lucha para que su voz se oiga. Al final, la organización invita a los asistentes a sardinas a la brasa con pan de maíz y caldo verde. Estupenda cena. En Arcos de Valdevez, las fantásticas ferreterías llenas de capazos de vendimia y pulverizadores de sulfato para las viñas dejan clara la presencia del campo en la villa. Arcos tiene también la rarísima capilla de Nossa Senhora da Conceiçao, resumida -no tan resumida- en alguna guía de este modo: "Con un portal gótico y escasos vestigios en el interior". Y tiene el Museo de la Concertina, un bar propiedad de Delfim dos Arcos, en el que los acordeones superan ampliamente al público. "Hasta tengo uno vasco, que me costó mucho conseguir", dice el dueño. Y fotos de las incontables noches de encuentros musicales. Todos son músicos en la familia, pero ahora es el momento de Delfim Junior, que tiene un grupo, Imperio Show, que reivindica la música de fiesta con un repertorio que nada tiene que ver con los éxitos del momento. El espectáculo se compone de estilos acordeónicos: forró y música sertaneja (ambas brasileiras), algo de corrido o cumbia y música popular portuguesa: viras, canas verdes, corridinhos. Gente de todas edades baila en el terreiro (plaza de tierra de las aldeas): agarrados, solos, en filas, en una especie de baile casi organizado, casi folclórico, casi country. Bajo un emparrado De vuelta a las riberas del Miño, hay una pequeña carretera interior, de curvas, subidas, bajadas y pequeñas rectas. En una de esas rectas, llegando a Penso, hay un restaurante con terraza bajo un emparrado. Un lugar modesto en tiempos modestos y con encanto en tiempos de desencanto. Y con un bacalao asado excelente. Ya casi en Melgaço, paro en el puente que une Portugal y España. Hace no muchos años, el único puente para cruzar la frontera natural del Miño era el de Tui. En ese tiempo, en la oscuridad, las pequeñas barcas de los contrabandistas actuaban aquí a diario. Hoy, el tráfico fluvial está constituido en su mayoría por balsas de rafting que descienden los rápidos entre pesqueiras (o pescos): muros de piedra en la corriente, construidos en la Edad Media. Dedicadas sobre todo a la captura de lampreas, ese animal prehistórico que se cocina en su propia sangre y que hace que entre enero y abril mucha gente acuda a Arbo a comer la lamprea del año. Melgaço aumenta considerablemente su población en verano debido a la vuelta en vacaciones de los retornados (emigrantes en Francia y Luxemburgo), que contribuyen en buen modo a la riqueza de la zona. Melgaço es muy lindo, por decirlo con un adjetivo muy portugués. Tiene una torre (casi un castillo), una inteligente proyección hacia el turismo ecológico y deportivo, unas decadentes termas con Jardín Botánico y mucha vida cultural. ¿Todo muy francés? Quizá. A pesar de todo, los Bombeiros Voluntarios siguen siendo una institución, la música de concertinas sonará todo el verano y los nombres de las empresas de turismo de aventura son: Melgaço Radical y Emoçoes & Adrenalina. Definitivamente, Melgaço es Portugal.
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  • El Miño portugués del acordeón
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