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  • En 1953, Albert Camus publicó un texto de menos de diez páginas titulado Retorno a Tipasa. Es un relato profundamente melancólico, que está entre los más bellos de su autor, en el que el escritor francés nacido en Argelia narra su regreso a uno de los territorios de su infancia, las ruinas de Tipasa. Fundada por marineros púnicos como puerto de abastecimiento entre la antigua Icosium, hoy Argel, y la antigua Iol-Caesarea, hoy Cherchell, Tipasa creció como ciudad bajo la influencia de Cartago y floreció definitivamente, gracias a su posición estratégica, en la época romana: durante los siglos II y I antes de Cristo como parte del antiguo protectorado de Mauritania, y más tarde, desde que el emperador Calígula asesinó al último rey mauritano, como colonia del imperio. De esta época, que se extiende hasta el siglo V de nuestra era, cuando los vándalos arrasan sus murallas y toman la ciudad, proviene la urbanización que ha pervivido. Los vestigios son numerosos. Dos son las áreas que los concentran, una al este de la moderna villa de Tipasa, un pequeño puerto pesquero y turístico, en el centro de una estrecha bahía, que se beneficia económicamente de su cercanía de la ciudad de Argel, y la otra al oeste. La primera, una colina sobre el mar bautizada Sainte Salsa en honor de un mártir cristiano del siglo IV, alberga una necrópolis y una basílica; la segunda, de mayor extensión y elevada asimismo sobre un promontorio que se adentra en el mar, contiene la mayor parte de los restos, entre los que destacan un robusto anfiteatro, varias villas con holgadas estancias, dos basílicas, un teatro, una fábrica de aceite, un ninfeo, dos termas y, presidiéndolo todo y todavía perfectamente pavimentado, el foro, con el capitolio, la curia, la sede del Gobierno y un templo dedicado a Júpiter, Juno y Minerva, las tres deidades protectoras de la ciudad. El mapa urbano se organiza en cuadrícula en torno a la ancha vía principal, Cardo Maximus, que corta la urbe de norte a sur y termina en una terraza sobre el mar. La belleza del enclave, al abrigo de los cercanos montes de Chenoua, con el omnipresente mar como límite y la densa vegetación de pinos, olivos y encinas que lo invaden todo ofreciendo su sombra, no admite debate. Como no lo admite el sobrecogimiento que nos embarga al contemplar el armonioso contraste entre esa naturaleza espléndida y los humanos afanes representados en las viejas arquitecturas que han sobrevivido al tiempo y sus embates. Aún hoy es fácil abstraerse de que uno ha pagado por entrar y sentirse como debieron de sentirse los primeros viajeros románticos que desde el norte de Europa viajaban al sur en busca de exotismo y dejaron bucólicas acuarelas con ruinas entre las que pastaban ovejas, cabras o camellos. El recinto está vallado y no lo pisa el ganado, pero abundan los muchachos que se cuelan por rendijas para lanzarse al agua desde los riscos y las parejas timoratamente acarameladas que buscan escondites donde desprenderse de los incómodos velos. También hay una estela en homenaje a Camus en la que se advierten las sucesivas restauraciones con las que se han intentado borrar los arañazos de la ignorancia: "Je comprends ici ce qu'on appelle gloire: le droit d'aimer sans mesure". Aquí entiendo lo que llamamos gloria, el derecho a amar sin límites: ¿a quién pueden molestar estas palabras, a quién puede molestar, hasta el punto de querer borrarlo, el nombre de un escritor? La frase esculpida proviene de Retorno a Tipasa, el relato antes citado en el que Camus narró su regreso, tras las brumas de la II Guerra Mundial, al escenario de muchas de sus escapadas infantiles. Su excursión arranca en un Argel que es y no es el de su recuerdo, lo son los cafés y las fachadas blancas del barrio francés, pero no parece serlo la gente: "Espaldas redondas y relucientes", rostros "que reconocía sin poder nombrar". No es solamente la edad, que ha modificado las fisonomías, lo que se interpone entre el recuerdo y la realidad, viene a decir Camus; es sobre todo la mirada, que no puede ser la misma. Ha habido una guerra terrible que ha exigido de todos y que ha contaminado el espíritu incluso de quienes creyeron mantenerse a salvo. "A la luz de los incendios, el mundo mostró de repente sus arrugas y sus llagas, antiguas y nuevas. Envejeció de golpe, y nosotros con él". Camus regresa a Tipasa, que para él representa la inocencia de la juventud, el espectáculo de la belleza, sabiendo que esa herida es definitiva, pero consciente también de que no se puede vivir sólo de la justicia, del compromiso, de la vigilancia, que "hay que guardar intactas dentro de uno mismo una frescura, una fuente de alegría; amar al día que escapa a la injusticia y volver al combate con esa luz conquistada". Es tarea vana pretender transmitir la sensualidad del texto de Camus, la plasticidad de sus imágenes y metáforas, la profundidad con la que se alza desde lo sensorial a la abstracción del juicio, su intemporalidad. Dice Camus: "Yo había sabido siempre que las ruinas de Tipasa eran más jóvenes que nuestras obras en construcción o nuestros escombros". Cualquiera que aterrice hoy en Argel y recorra, como él, los 69 kilómetros que la separan de Tipasa no puede sino pensar lo mismo. Argelia es un país deprimido, exhausto por diez años de guerra civil, aniquilado por la paradoja de que los derrotados de esa guerra, los radicales islámicos, parezcan haber ganado la paz. Ya no hay cafés en Argel y por las blancas fachadas del barrio francés corren ríos de herrumbre. El gas y el petróleo del país mantienen a la población en una mansa desidia pero no consiguen alimentar los sueños. Hasta la casa más miserable tiene dos antenas parabólicas, una mirando a oriente y la otra al norte, por la una rezan y por la otra envidian lo que no tienen. Pero no debe equivocarse el viajero. El mar que nos separa no es tan ancho como creemos. Lo saben los argelinos, que se pasan el día mirándolo. Las ruinas de Tipasa también son más jóvenes que nuestros suburbios.
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  • Visita al yacimiento argelino que inspiró a Albert Camus un extraordinario relato
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  • La luz de Tipasa
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