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  • ÁFRICA Y SU RITMO VITAL.\n\n

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    Maletas, mantas y cestos de rafia se amontonan en la puerta de acceso al andén de la vieja estación de Fianarantsoa. Un techo en forma de gran cúpula cobija del frío matinal a los viajeros que ya empiezan a contarse por decenas. Tres ralas bombillas que cuelgan de un hilo son la única iluminación con que cuenta la estancia en la que reina el gris que precede a la salida del sol de la mañana. \n.\n

    En una esquina está el único banco en que reposar la larga espera. Viejo, desvencijado, deslucido y usado y con las entrañas medio comidas por la carcoma. Sentada en su regazo contemplo absorta el discurrir de la vida a mi alrededor.\n\n

    Justo en el ángulo opuesto, delante de una pequeña ventanilla de cristal helado, se forma una larga cola de gente que se afana en sacar los últimos billetes.\n\n

    Un viejo y enorme reloj preside soberbio la pared del fondo de la gran sala. Sus agujas marcan las 11,45h. y no son más de las seis. El paso de las horas se detuvo en algún momento allí. Quizá nadie se percató de ello. O si. Pero que el reloj funcione o no, no importa. Nadie busca consuelo en la puntualidad. Ingenio inútil en un mundo que vive anárquico al margen sus dictados. \n.\n

    A través de los grandes ventanucos de pequeños cristales renegridos por el humo que forman las paredes de la estación, empiezan a colarse, lentamente, los primeros rayos de sol, señal inequívoca de que el día avanza, y con él, nuestra inminente partida\n.\n

    El tren aún duerme en la vía, ajeno al trajín que le espera y pese a que aún cae una ligera llovizna, ya empieza a levantarse la niebla.\n\n

    Un grandioso revuelo seguido de un enorme griterío acompaña los chirridos de las oxidadas bisagras de las puertas que se abren a nuestro destino. Empujones, codazos y atropellos para ser el primero en subir al tren. Por primera vez des de que empecé a viajar por África no tengo que luchar para asegurarse un asiento. Compré ayer un billete de primera clase, lo cual hace que hoy no sea parte de esta masa que se aplasta, se empuja y se pisotea. Hoy tengo un billete con un asiento que tiene puesto un cartel de reservado y que lleva mi nombre. ¡Gran cagada! Más tarde me arrepentiré.\n\n

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    Tres vagones de pasajeros, otro de carga y una vieja locomotora roja constituyen el cuerpo de esta pequeña serpiente de hierro. El interior está impecable, irreprochablemente pulcro, impoluto. Ni un agujero, nada roto, ni un cable suelto. Los asientos están recubiertos de skay con reposa-brazos de madera lo mismo que el porta equipajes. Tiene un aire vetusto, fuera de su tiempo pero se mantiene imperecedero.\n\n

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    Una mujer alta y delgada, de mediana edad, esbelta y bien vestida, con traje chaqueta y zapatos de tacón va sentada a mi lado y me saluda mientras se acomoda en su asiento con un elegante cruce de piernas. Es la primera vez que aprecio ese gesto de “refinamiento” en una mujer africana. Su pelo rabiosamente negro, sus ojos almendrados, y su piel color albaricoque, evidencian el inconfundible legado asiático.\n\n

    En frente mío se sienta un hombre blanco, alto, que rondará los cincuenta. Uno de esos hombres maduros y aparentemente interesantes que hace tiempo que peinan canas y que pronto se convertirá en mi pesadilla. Pues hay tres tipos de hombres que no aguanto: los chulos prepotentes, los guapos creídos y los ególatras . Este reunía con creces los tres. Venía de La Reunión, decía a cada segundo, levantando el tono de voz para que a nadie le pasara por alto el dato.

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    .\nAl rato decido ignorarle pero su ego es tan desmesurado que al fallarle yo de interlocutora busca aliados en los pasajeros vecinos. Abandono. Cojo mi mochila y la cámara y me atrinchero, para lo que queda de camino, en la parte trasera del tren. En ese espacio que justo ocuparía un polizón que hubiera cogido el tren a la carrera. Me siento en el suelo, con las piernas para fuera del vagón, en los escalones. Entra el fresco de la mañana porque no hay puerta pero desde aquí se aprecia mejor que desde ningún sitio la belleza del paisaje. Quizá el observarlo en el silencio de mi buscada soledad lo haga más bello aún.\n.\nEl tren sigue raudo su camino adentrándose en el espesor de la selva, perdiéndose entre la tupida vegetación que a ratos a penas deja pasar la luz del sol. La serpiente de hierro se contonea cual seductora bailarina sumida en el éxtasis de una sensual danza hipnótica cuyo hechizo sólo rompe el agudo chillido de los frenos y el crujido de los raíles.\n.\nHacemos camino acompañados de alegres riachuelos y bellas cascadas haciendo paradas, que a veces se prolongan por horas, en cada uno de los poblados que encontramos a nuestro paso. Gentes de todas edades aclaman la llegada del esperado tren y lo cortejan a su entrada a cada estación. Entonces se afanan por vender cuando pueden o tienen. Decenas de brazos se alzan hacia las ventanas, como el que clama al cielo, ofreciendo frutas, bollos y empanadas; y, ya cercana la hora de comer, arroz, carne cocida y pollo. También las insignes especias: pimienta verde, negra, pili pili, canela o vainilla.

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    No puedo dejar de fijarme en los niños, y, sobretodo en las niñas, pequeñas princesas de chispeantes sonrisas y grandes ojos, que revolotean al lado del tren como las abejas a una colmena. Unas venden. Las otras piden, porque no tienen que vender. Juego un rato con algunas de ellas. Sus sonrisas y sus carcajadas son el mejor regalo de hoy.\n\n

    .\n\n\n.\nPero el cruel, despiadado e inevitable avance del día acrecienta mi sensación de rabia e impotencia cuando veo a algunas chiquillas abandonar sus puestos, uniformarse con una inmaculada bata azul celeste y desaparecer entre risas y juegos y con los cuadernos bajo el brazo camino a la escuela. El sino no les concede a todas igual suerte. Aquellas cuyas familias no pueden pagar el uniforme azul o los cuadernos se mantienen, en su quehacer, imperturbables al hecho de que la vida, injusta, les niega una oportunidad. Cuanto potencial desaprovechado que va a perderse en forma de repetitiva monotonía. Pues la vida de esas chiquillas seguirá discurriendo entre los raíles del viejo tren. Pasarán las horas, los días, los meses y se contarán los años, y lo único que habrá cambiado en su existencia será su rostro o su cuerpo, pero no su quehacer. Y aunque el saber no les procure, en muchos de los casos, el pan, que es lo que de verdad importa, es la única puerta abierta a la esperanza.\n.\n\nSerán esposas, madres que cargarán con sus hijos y abuelas. Sus rostros perderán el brillo, la frescura y la chispa de la juventud y siempre seguirán haciendo lo mismo, igual que hicieron sus madres y sus abuelas, y lo mismo que un día también harán sus hijas: esperar a que aparezca el tren. El tren que marcó, marca y marcará el ritmo de sus vidas. \n.\n\n\n

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    ¡Beloma princesas!\n.\n

    El sol se apaga en el mar justo al llegar a Manakara y el día se va volviendo otra vez gris. Igual que lo era esta mañana. El ocaso marca, ahora, el final de este viaje. \n\n

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  • 2008-06-15 18:32:58
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  • TREN DE VIDA.(MADAGASCAR)
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